'Los pecadores': orgullo negro, vampiros y metralletas en esta peli de culto instantáneo
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Al igual que las personas, las películas tienen (o no) carisma. Y Los pecadores, de Ryan Coogler, tiene el carisma de un zapateado de blues y de las cuerdas graves de una guitarra acústica cuyas vibraciones invocan a bailar los átomos de, primero, la pierna y, después, los brazos y el torso y hasta la punta del cabello en un éxtasis epiléptico enfebrecido. Coogler, responsable de Creed. La leyenda de Rocky (2015) y Black Panther (2018), ha prendido fuego a su rótulo de director por encargo y se ha marcado el último e inesperado fenómeno boca-oreja, una propuesta original en su posmodernismo, disfrutona y rabiosa, y ambientada en el Missisipi rural de 1932, en plena ley seca. Un cóctail que amalgama crítica social, musical, terror sobrenatural, acción y comedia en una mezcla que, extrañamente, no sólo da resultado, sino que resulta -valga la redundancia- efervescente, descarada, extravagante, y además conecta con el momento político actual en Estados Unidos, donde el Gobierno, aliado con el supremacismo blanco y ultrarreligioso, ha procedido al borrado -físico, incluso- de la historia afroamericana.
En una demostración del que el cine popular puede tener más calado que un "más grande, más espectacular", más refrito, Coogler utiliza el pretexto del género fantástico y lleno de acción -la película se desboca en su último tercio con tiroteos, cada uno más sangriento que el anterior- para apelar a la conciencia social y el orgullo identitario, para recordar que los derechos pueden perderse, que el supremacismo -y el fascismo y todos los ismos represores- son como la mordedura de un vampiro, contagiosa y capaz de convertir a tu vecino en un depredador. La película tiene visos de convertirse en el fenómeno boca-oreja del año, lo que en 2024 fue La sustancia de Coralie Fargeat, una propuesta que llegue a unos Oscar en los que nadie la estaba esperando, que copa la conversación pública, que conecta con un público heterogéneo para el que, en un principio, no estaba prevista. Y es pura magia cuando las películas se rebelan contra los estudios de mercado, las previsiones y las etiquetas estancas.
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Los pecadores, como buena película contemporánea, arranca con gancho: Sammie Moore (Miles Catton), trabajador algodonero e hijo del predicador, regresa a la iglesia de su padre, ensangrentado y con la guitarra rota, de lo que parece haber sido una noche infernal. Su padre, que piensa que su virtuosismo con la guitarra aleja a su hijo de la piedad y lo acerca al demonio, no quiere que su hijo sea artista: ya le advirtió de que su música invocaba al mal. Ahora la película nos invita a saber cómo hemos llegado hasta aquí; no sólo Sammie, sino nosotros también.
Un flashback nos lleva a la mañana anterior, que comienza con la llegada de Smoke y Stack (interpretados ambos por Michael B. Jordan, el mismísimo Killmonger de Black Panther) a su pueblo natal, de donde se marcharon para perseguir una carrera en Chicago como peones de Al Capone. Después de varios años vuelven ricos, estilosos, ambiciosos y con la modernidad en sus zapatos. Son dos hermanos que lo comparten todo, hasta el cigarrillo, unidos por el vínculo sanguíneo, por un pasado trágico y por el olfato para los negocios: pretenden montar un club nocturno al estilo de los clubs clandestinos de la gran ciudad, con su cerveza importada -en las comunidades afro rurales solían beber licor de maíz casero- y sus actuaciones en directo.
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Como en un Ocean's Eleven, los dos hermanos reclutan a lo mejor de la zona para hacer historia en esa noche de inauguración. Su primo Sammie actuará con su guitarra; también Delta Slim (Delroy Lindo), un bluesero mítico venido a menos por sus problemas con, precisamente, el licor de maíz; la dueña de la tienda de ultramarinos, Grace Chow (Li Jun Li), pintará el letrero del local; Annie (Wonmi Musaku), la curandera del pueblo trabajará sirviendo el alcohol y la comida, el gigante Cornbread (Omar Benson Miller) será el portero de la discoteca, que pretende conformarse como el punto de encuentro de todos estas minorías que no son bien recibidas en los espacios de blancos y para blancos.
El director plantea primero un retrato colectivo a partir de ese otro Estados Unidos no caucásico en el que asiáticos y afrodescendientes conviven en igualdad, cada uno con sus creencias y tradiciones, unidos por el capitalismo, el negocio y el ánimo de prosperar. Por otro, traza una línea genealógica de los ritmos negros, desde el canto de los esclavos, pasando por los negro spirituals, que fueron el germen del góspel y la música sacra afroamericana, hasta el blues, el rock, el rythm & bass y el mismísimo Kanye West, en un guiño para el que hay que quedarse más allá de los créditos, cuando la película llega hasta el nuevo milenio. Una de las secuencias más ingeniosas y poderosas de la película tiene que ver, precisamente, con esa genealogía, ese homenaje a la tradición y el cambio, esa idea antiadanista de que todos venimos de algo y que estamos conectados por una memoria cultural colectiva. La banda sonora que hila la película posee hasta al alemán más falto de ritmo y coordinación, que no podrá evitar mover el zapato.
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El director se toma su tiempo para presentar a sus personajes, sus procedencias, sus deseos. Los pecadores está repleta de una carnalidad y un erotismo muy personal, y una mirada empática a los demonios de sus protagonistas. Es también interesante la única tensión que erosiona a los hermanos: uno de ellos piensa que el dinero está por encima de los valores comunitarios, mientras que el otro, es capaz de fiar a ese "hermano" humilde que, tras un arduo día de trabajo -probablemente precario- viene a gastarse el escaso jornal y a disiparse junto a sus vecinos.
Y cuando la película parece empezar a tomarse demasiado en serio, Coogler da un viraje de 180 grados -en la forma, no en el fondo- y empuja a la película al campo de lo fantástico -quizás una de las grandes aportaciones de nuestra época sea ese terror fantástico hibridado con el realismo social- y, posteriormente, al género blaxploitation, nacido en paralelo a los movimientos por los Derechos Sociales de finales de los sesenta y a través del que los directores afroamericanos canalizaron su rabia reivindicativa con películas de bajo presupuesto, que eran el pequeño espacio que les dejaban en la industria.
Y en esta película el enemigo es pálido como un vampiro, pero también canta música, y Los pecadores se convierte en una batalla cultural entre los ripios y acordes del folk y del blues. Eso sí, con mucha sed de sangre. Porque, además, los hermanos pertenecieron a aquella vanguardia militar de afroamericanos en la Primera Guerra Mundial, la carne de cañón que ahora el Gobierno estadounidense intenta olvidar. Y si el Ku Klux Klan no pudo con ellos, menos lo hará el hombre naranja. Pero, cuidado, con los traidores que se dejan seducir por los falsos ídolos de oro.
El Confidencial