Así surgieron los números: cuando sobrevivir dependía del concepto de cantidad
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"Dios creó los números enteros; el resto es obra del hombre". Leopoldo Kronecker (1823-1891)
A un mono acostumbrado a recibir diariamente la cantidad de comida adecuada a su modo de vida se le obliga a guardar ayuno. Si se le ofrece un montón de fruta y otro montón aún más grande, el mono hambriento elige el montón más grande, come hasta saciarse y deja parte de la comida. Después, al volver a su régimen habitual, si se le ofrecen las mismas opciones, elige la cantidad menor. El animal de laboratorio ha experimentado la carencia, la abundancia y la suficiencia, y ha elegido esta última.
Lo que determina su valoración —cuando se le dé la posibilidad de elegir— es esa pequeña parte de su encéfalo llamada hipotálamo, que se encarga de varias funciones vitales; entre otras, la regulación de la sensación de hambre. Los seres humanos comparten con otros animales superiores esta función reguladora, pero disponen de un área cerebral frontal que les permite procesar y conceptualizar la experiencia generalizada de la necesidad alimenticia urgente: el hambre.
Grosso modo, podemos decir que a lo largo de la evolución de la rama que conducirá a la especie Homo se fue formando el concepto comparativo de poco o nada, bastante, mucho y demasiado. Por tanto, es muy probable que este concepto comparativo partiera de la barriga, es decir, de la necesidad diaria de comida, y que, gracias a la compleja actividad de la corteza cerebral, se fuera extendiendo a otras valoraciones del hábitat de nuestros progenitores. No se trataba de un ejercicio abstracto. Se trataba de evaluar cómo sobrevivir frente a la experiencia de frío, templado, caliente, abrasador, o bien frente a la experiencia de oscuridad, claridad, luz, resplandor, etc. Esta es la premisa para una conceptualización que resulta difícil de situar en el tiempo por medio de un análisis secuencial paleontológico. No obstante, el resultado de este largo proceso (de la barriga vacía al pensamiento) se puede apreciar en el Homo sapiens del Paleolítico medio, hace más de treinta mil años: el concepto de cantidad.
Cuando hablamos de cantidad nos referimos a algo medible y cuya medida puede ser compartida con los demás. Poco, mucho, etc., permanecerán en el día a día como términos útiles y corrientes, aunque subjetivos, válidos para el individuo, válidos en una discusión cualitativa acerca de temas sobre los cuales se puede estar relativamente de acuerdo. Son un denominador común implícito. El grupo humano se dio cuenta de que, para la indispensable cooperación o reparto de tareas para sobrevivir, era necesario expresar la cantidad en términos convencionales y comprensibles. Probablemente fueran los dedos de las manos los primeros instrumentos con los que se comunicaban cantidades pequeñas. Aún hoy en día los usamos y con códigos más o menos versátiles, que cambian, como todos los códigos, con el paso del tiempo y de una cultura a otra.
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De todas maneras, la principal limitación a la hora de expresarse por gestos reside en su naturaleza instantánea: no se pueden detener en el tiempo. Lo que el homínido había cuantificado, tal vez dialogando con un igual, dejaba de ser perceptible inmediatamente después. Quizá inventaran el juego de piedra, papel o tijera, pero aún quedaba por idear un código que se pudiera registrar y que perdurara…
Que nos estábamos acercando al concepto de número no es más que una declaración de intenciones por parte del narrador. El escenario hasta aquí descrito es fruto de la interacción entre estudios de paleontología, neurociencia, etología y biología. Aun así, por verosímil que pueda parecer, este escenario no es más que hipotético. Por tanto, ¡debemos ser cautos en todo lo que respecta a épocas tan remotas!
Sobre los autores y el libro
Tommaso Maccacaro (Pavía 1951) es astrofísico, ha trabajado en Italia, Inglaterra y Estados Unidos, y publicado numerosos trabajos en revistas internacionales. Ha desempeñado diversos cargos de gestión y organización de la investigación, presidiendo diferentes comités científicos del ESO (European Southern Observatory) y de la ESA (European Space Agency). Desde hace algunos años se ha volcado en la divulgación científica, colaborando en diferentes periódicos. Claudio M. Tartari (Milán, 1951) es licenciado en Historia Medieval por la Universidad de Milán. Ha sido director de una biblioteca histórico-jurídica de Milán y ha publicado más de veinte libros de historia relacionados con Lombardía. También participa en diversos programas como conferenciante.
En Los números insólitos (Siruela) ambos autores revelan -desde un enfoque antropológico, ligero a la vez que riguroso- algunos valores y significados que los números han adquirido a lo largo de la historia como símbolos proféticos o augurales: la "mala fortuna" del 13, por ejemplo, que comenzó en Mesopotamia; o la connotación negativa del 17, que se remonta a la interpretación que los primeros cristianos hicieron de esta cifra. Asimismo, desvelan los secretos más inauditos de números simples como 1, –1 y 0, o bien de alfa, "el número mágico del que el hombre no encuentra comprensión".
Sin embargo, según nos vamos acercando a la protohistoria y a periodos propiamente históricos, podemos contar con información más sólida. Los hallazgos de huesos que presentan muescas e incisiones interpretables como signos que servían para contar se sitúan entre hace treinta y cinco mil y hace veinte mil años. Los más conocidos —el hueso de Lebombo, hallado en Sudáfrica, y el hueso de Ishango, cerca del lago Eduardo— nos ofrecen ya una representación compleja en la que podemos suponer que muescas de diferente tamaño y posición corresponden a valores diferentes. Más allá de la finalidad de tan complejas incisiones (¿lunaciones?, ¿un calendario?, ¿un juego numérico?), lo que estas revelan es probablemente una tradición de cómputo consolidada. Grabar una muesca en un soporte rígido, una marca vertical que parece un dedo extendido, significaba contar una entidad objetiva. Por tanto, cabe suponer que esta modalidad estuviera en uso hace miles de años hasta el punto de alcanzar una elaboración tan compleja como la que muestran los hallazgos africanos mencionados.
Asimismo, cabe suponer que la modalidad de incisión más antigua y difundida empleara materiales que estuvieran al alcance de la mano, perecederos, como un palo de madera, efímeros, como un trazo dibujado con carbón sobre un guijarro. Por esta razón, es imposible hallar tal documentación, ya que solo existe en el razonamiento retroactivo de los expertos. Sin embargo, sí que podemos revisar las numerosas señales que se conservan en huesos fósiles o piedras, interpretadas como decorativas hasta que fueron descubiertas y fechadas, en la segunda mitad del siglo XX. En tal caso —pensaron los estudiosos—, los arañazos y las muescas que se remontaban al Paleolítico superior podrían confirmar una primitiva actividad más básica de cálculo. No resulta difícil imaginar un sistema de registro de bienes almacenados en un depósito, como, por ejemplo, fruta recolectada, en el que a cada elemento le correspondería una muesca confirmatoria. Por medio del registro, el montón (es decir, la cantidad imprecisa: poca, mucha…) se convierte en una cantidad formal, sujeta a sumas o restas comprobables. Ahora sí que nos estamos acercando al concepto de número.
El Confidencial