Cartas Memorables III | Dickens sobre el público de una ejecución: "Horrenda perversidad"
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Continuamos con esta serie de verano de algunas de las epístolas más inolvidables de la historia a partir de las incluidas en el libro Nuevas cartas memorables recopiladas por Shaun Usher (Salamandra) y traducidas por María José Díez, Enrique de Hériz y Jofre Homedes. En este capítulo publicamos la que Charles Dickens envió al periódico 'The Times' para mostrarles su horror por el comportamiento (inhumano o demasiado humano) de la muchedumbre ante una ejecución pública; la de tres admiradoras de Elvis Presley para pedir al presidente de EEUU que no cortaran el pelo a cepillo a su ídolo cuando entrara para hacer el servicio militar; y la de Leonardo da Vinci a Ludovico Sforza para pedirle trabajo, pero no como artista sino como ingeniero militar (y sabía venderse muy bien).
Devonshire Terrace,
Martes, 13 de noviembre de 1849
Señor:
Esta mañana he sido testigo de la ejecución de Horsemonger Lane. He asistido con la intención de observar a la muchedumbre reunida para presenciarla y he gozado de excelentes oportunidades para tal tarea, en intervalos que se han prolongado a lo largo de la noche y de modo continuo desde el alba hasta el fin del espectáculo. No me dirijo a usted, a este respecto, con la intención de comentar la cuestión abstracta de la pena de muerte, ni ninguno de los argumentos que puedan aducir tanto sus defensores como sus adversarios. Tan sólo deseo aprovechar en cierta medida esta experiencia horrenda en busca de un bien común, y para ello hago uso del medio más público y disponible a mi alcance para referirme a algo que insinuó sir G. Grey en la última sesión del Parlamento: la posibilidad de inducir al gobierno a prestar apoyo a una medida que convertiría la aplicación de la pena capital en un acto privado y solemne dentro de los muros de la prisión (con la garantía de que la última sentencia de la ley se administraría de modo inexorable y certero, tal como espera el público en general). También para suplicar de la manera más encarecida a sir G. Grey que, en cumplimiento de la solemne tarea que tiene por deuda con la sociedad, y de una responsabilidad que no puede postergar eternamente, se encargue en persona de originar ese cambio legislativo. Dudo que ningún hombre pueda imaginar siquiera la visión de algo tan increíblemente horrendo como la perversidad y la ligereza de la muchedumbre allí congregada esta mañana, o que pueda darse en tierra alguna de paganos bajo el sol. Los horrores de la horca, y del crimen que ha llevado a los desgraciados asesinos hasta ella, se han desvanecido de mi mente ante el porte atroz, el aspecto y el lenguaje de los espectadores allí presentes. Al llegar al lugar, a medianoche, la agudeza de los gritos y aullidos que de vez en cuando emergían de la masa, y que parecían proceder de un grupo de chicos y chicas reunidos ya en los mejores lugares, me ha helado la sangre.
A medida que avanzaba la noche se iban añadiendo los chillidos, las risas y los gritos en un coro altisonante que parodiaba melodías de negros, en las que se sustituía "Susannah" por "la señora Manning", y cosas por el estilo. Al romper el día los ladrones, las prostitutas de baja estofa, los rufianes y los vagabundos de todo pelaje se han apiñado en la explanada con toda la variedad posible de comportamientos ofensivos y nauseabundos. Las peleas, los desmayos, los silbidos, las imitaciones de Punch, las bromas brutales, las demostraciones tumultuosas de placer indecente cuando la policía se llevaba a rastras a algunas mujeres extasiadas, con los vestidos desarreglados, renovaban el gozo del entretenimiento general. Cuando el sol ha terminado de alzarse, como al fin ha ocurrido, ha arrojado su luz dorada sobre miles y miles de rostros vueltos hacia lo alto, tan inexpresablemente odiosos en su júbilo brutal, o en su encallecimiento, que cualquier hombre hubiera encontrado razones para avergonzarse de su aspecto y huir de sí mismo, como suele representarse en la imagen del Diablo. Cuando las dos criaturas miserables que atraían esa visión tan horrible han quedado temblando en el aire, nadie mostraba ya más emoción, ni más piedad, ni ha pensado nadie en las dos almas inmortales que acababan de encaminarse a su juicio, ni se han reprimido las obscenidades anteriores, como si nunca se hubiera pronunciado el nombre de Cristo en este mundo y a los hombres no les quedara más creencia que la certeza de morir como las fieras.
He presenciado a menudo algunas de las peores fuentes de contaminación general y de corrupción de este país y no creo que haya demasiadas fases de la vida de Londres que puedan sorprenderme. Estoy solemnemente convencido de que ni el más ingenioso podría inventar para esta ciudad un suceso que, en el mismo plazo de tiempo, pudiera generar tanta ruina como una ejecución pública, y me quedo estupefacto y horrorizado al comprobar la crueldad que se despliega en su entorno. No creo que ninguna comunidad pueda prosperar si es capaz de ofrecer a sus mejores ciudadanos la escena de horror y desmoralización que se ha representado esta mañana junto a la prisión de Horsemonger Lane y permitir que pase inadvertida, o que se olvide. Y cuando al rezar y dar las gracias en las fiestas señaladas expresamos con humildad ante Dios nuestro deseo de erradicar los males morales de la tierra, me atrevería a pedir a sus lectores que se planteen si no habrá llegado el momento de replantearse éste y arrancarlo de raíz.
Se despide de usted su fiel servidor.
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El 13 de noviembre de 1847, la increíble cantidad de 30.000 personas se reunió ante una prisión del sur de Londres para presenciar la ejecución pública de Marie y Frederick Manning, un matrimonio que poco antes había asesinado al antiguo amante rico de Marie, Patrick O’Connor, para enterrarlo a continuación en su cocina e intentar luego, con bastante torpeza, darse a la fuga con su dinero. Hacía más de un siglo que no se colgaba a ningún matrimonio, de modo que la reacción del público fue febril: se etiquetó el caso como "el horror de Bermondsey"; la ejecución mereció por sí misma la consideración de "el ahorcamiento del siglo". El horripilante suceso atrajo incluso la atención de Charles Dickens, quien, tras estudiar tanto la ejecución como la muchedumbre acumulada, escribió esta carta desesperanzada a The Times.
Apt. Correos 755
Noxon, Montana
Estimado presidente Eisenhower:
Mis amigas y yo le escribimos nada menos que desde Montana. Mandar a Elvis Presley al ejército ya nos parece bastante malo, pero ¡si le afeitan las patillas nos moriremos! Usted no sabe lo que sentimos por él, la verdad es que no entiendo por qué lo tienen que mandar al ejército, pero le pedimos que por favor, por favor, no le corten el pelo a cepillo, ¡por favor, por favor, no! Si lo hacen, ¡de verdad que nos moriremos!
Amantes de Elvis Presley
Linda Kelly
Sherry Bane
Mickie Mattson
Presley
Presley
ES NUESTRO LEMA P-R-E-S-L-E-Y
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El 24 de marzo de 1958, día etiquetado como "lunes negro" por muchos de sus afligidos seguidores, Elvis Presley —el rey del rock and roll y aún hoy por hoy uno de los artistas más famosos del planeta— tuvo que incorporarse, a sus veintidós años, al ejército estadounidense. Peor todavía, lo mandaban a miles de kilómetros de distancia, a Alemania, donde permanecería dos años. Naturalmente, los fans de Elvis sucumbieron al pánico y dedicaron gran parte de su tiempo a especular sobre el futuro de la estrella. Algunos incluso apuntaron a lo más alto y enviaron correo urgente a la Casa Blanca en un intento de protegerlo de todo mal. Esta carta sólo es una entre miles, remitida al presidente Eisenhower en 1958 por tres admiradoras al parecer resignadas a que su ídolo entrase en el ejército estadounidense, pero no a que su apariencia cambiara como cabía esperar.
La carta de Leonardo da Vinci a Ludovico SforzaMi muy Ilustre Señor:
Tras ver y sopesar de modo suficiente los logros de todos aquellos que se cuentan entre los maestros y artífices de instrumentos de guerra, y tras tomar en consideración que la invención y el desarrollo de dichos instrumentos en nada difiere de los de uso común, me propongo, sin ánimo de desacreditar a nadie, dar a Vuestra Excelencia las explicaciones convenientes para que podáis entender el desarrollo de mis secretos y ponerlos, a continuación, a vuestra entera disposición, así como, llegado el momento oportuno, participar en el desarrollo que haga efectivamente operativas todas las propuestas que procedo a enumerar con brevedad:
1. Tengo planos para toda clase de puentes ligeros, fuertes y fáciles de transportar, con los que perseguir al enemigo, o en ocasiones huir de él, robustos e indestructibles tanto por medio del fuego como en la batalla, cómodos y fáciles de colocar, así como de retirar. También dispongo de los medios para quemar y destruir los del enemigo.
2. En el transcurso del asedio de un territorio, conozco el modo de retirar el agua de los fosos y de construir una cantidad infinita de puentes, manteletes, escalas y otros instrumentos necesarios para tal propósito.
3. También, si no es posible bombardear el terreno sitiado por culpa de su elevación, o por la protección que le brinda el lugar en que se ubica, dispongo de métodos para destruir cualquier fortaleza o edificio de cualquier clase, siempre que no se haya construido directamente sobre la roca, o similar.
4. También tengo un tipo de cañón, muy cómodo y de fácil transporte, con el que lanzar piedras pequeñas, casi como si se tratara de granizo; el humo de ese cañón causa un gran pavor en el enemigo a causa de la confusión y los grandes daños que provoca.
5. Además, conozco el modo de acceder a un lugar determinado por medio de minas y túneles secretos, construidos sin ruido alguno, incluso cuando se hace necesario pasar por debajo de un foso, o de cualquier río.
6. Además, puedo construir vehículos cubiertos, seguros e inexpugnables, capaces de introducirse entre los enemigos y su artillería, y no existe ningún grupo de hombres armados dotado de la fuerza suficiente para impedir su intromisión. La infantería puede avanzar tras su estela, sin encontrar apenas impedimentos ni lesiones.
7. También, si se presentara la necesidad, puedo construir cañones, morteros y piezas de artillería de diseño muy hermoso y funcional, bastante fuera de lo común.
8. Donde el uso de los cañones resulte impracticable, yo armaré catapultas, mangoneles, fundíbulos y otros instrumentos de eficacia asombrosa que no son de uso común. En resumen, en función de lo que dicten las distintas circunstancias, puedo construir una cantidad infinita de útiles para el ataque y la defensa.
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A principios de la década de 1480, muchos años antes de pintar las obras de fama mundial por las que hoy lo conocemos —entre las que la Mona Lisa sería sólo un ejemplo—, Leonardo da Vinci quiso trabajar en la corte de Ludovico Sforza, verdadero poder fáctico de la época en Milán. Consciente de que Sforza andaba en busca de ingenieros militares, Leonardo escribió una solicitud que ponía en relieve sus dotes como ingeniero —al parecer, infinitas— mediante la redacción de una lista de diez puntos con todas sus habilidades. Llama la atención que su talento artístico se insinúe apenas de refilón y hacia el final del texto. Se cree que el documento definitivo que aquí se muestra no se mandó con la caligrafía de Leonardo, sino de un amanuense profesional. El esfuerzo obtuvo su recompensa y el artista mereció el empleo. Diez años más tarde fue precisamente Sforza quien le encargó que pintara 'La última cena'.
El Confidencial