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Cuando el público del Real ovaciona al director de escena de la ópera por tomarse licencias

Cuando el público del Real ovaciona al director de escena de la ópera por tomarse licencias

Funciona tan bien el giro dramatúrgico que Dmitri Tcherniakov ha aplicado a El cuento del zar Saltán que, al acabar la ópera, una se pregunta cómo podía haber sido de otro modo durante todo este tiempo. ¿Cómo podía funcionar la historia de Alexander Pushkin y el título que Rimski-Kórsakov compuso basándose en ella sin haber convertido al hizo del zar en un chaval autista? Un ser sensible en cuya imaginación caben todos esos mundos mágicos korsakovianos con su fábula y sus sortilegios.

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El director de escena ruso abordó hace casi una década este título basado en el poema narrativo de Pushkin, una popular historia para niños que toda babushka cuenta a sus nietos, pero que también es susceptible de dirigirse a un público adulto cuando alguien aplica el ingenio y la lógica. El público del Teatro Real le dedicó en la noche de estreno, este 30 de abril, una standing ovation al director de escena, algo extraño de ver cuando lo que ha hecho este es tomarse licencias y darle la vuelta a la trama, convirtiendo el final feliz del libreto en una bofetada de realidad.

Era la primera vez que esta ópera estrenada en el 1900 en Moscú se veía en el Real. Como el resto de las 15 óperas de Rimski-Kórsakov, es de las que apenas se programan fuera de Rusia, más allá de su famoso interludio del Vuelo del moscardón perteneciente al tercer acto, en que el príncipe visita a su padre transformado en abejorro. En cualquier caso, el Liceu fue el primer teatro internacional en acogerla.

La zarina echa mano de personajes de cuento para contarle a su hijo qué fue de su padre

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Javier del Real / Teatro Real

El público de este miércoles estaba, así, poco familiarizado con la trama y, tal vez por eso, muy interesado, aunque también cabe la posibilidad de que ayer el Real fuera refugio de madridistas que esquivaban una semifinal de Champions de la que su equipo había quedo desbancado y que, para más inri, se disputaba el Barça. El cuento del zar Saltán podía antojarse una delicatessen mil veces más apetecible que una eventual victoria del eterno rival.

Rimski-Kórsakov salía, así, a ganar en un coliseo lírico capitalino bastante lleno, con un foso lustroso que rozaba los 90 músicos, más los sesenta del coro Intermezzo que José Luís Basso había dispuesto inteligentemente, absteniéndose de combinar voces en escena con otras entre bambalinas. Todos ellos dirigidos por Ouri Bronchti, el israelí que es asistente en La Monnaie de Bruselas y que sustituye por motivos médicos al anunciado Karel Mark Chichon, y al que poco puede reprochársele en su manejo de este título eslavo, salvo que el giro dramatúrgico le anima a tender al forte , especialmente cuando toca burlar los colores orquestales del final feliz y, en su lugar, desquiciar al protagonista autista con ruidismo y estrépito.

La travesía en el barril al que les confina el zar tiene su reflejo en cómic animado

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Javier del Real / Teatro Real

Pero sigamos por partes: el cuento va de una mujer, la zarina Militrisa (la solvente soprano Svetlana Aksenova que cantó Tatiana en el Oneguin del Liceu) a la que sus hermanas vilipendian buscando su ruina. Casada con un monarca patán y ofuscado por la necesidad de un vástago que dé continuidad al trono (el poderoso bajo Ante Jerkunica), la joven vivirá tres semanas de felicidad a su lado, hasta que parta a la guerra y ella de a luz, al cabo de los meses. La buena nueva que recibirá el zar, no obstante, habrá sido interceptada por las hermanas de Militrisa: el ser que ha parido su esposa no es normal, es un monstruo. Horrorizado, el zar ordena meter al niño y a la madre en un tonel y tirarlos al mar.

Ambos sobreviven -“las olas serán tu cuna”, le canta al bebé- y llegan a una isla desierta que según el cuento está llena de magia. El príncipe Guidón y su madre pondrán ahí en práctica una utopía política y artística en la que ser humano y naturaleza viven en armonía. Pero ese espacio de libertad y felicidad, alejado de las guerras y las conspiraciones, lo convierte Tcherniakov más bien en el mundo mental del chaval que vive en una burbuja, apartado del exterior, protegido por su madre, y que tiene la ingenuidad de ser un niño autista (encomiable el acting del tenor ucraniano Bogdan Volkov) pero que en realidad esconde tragedia.

La gran virtud es la forma de insertar a los artistas reales en las proyección de video, hasta el punto de sentarles alrededor de una mesa que se derrite cual reloj daliniano

Su mundo mental no es diáfano, está lleno de claroscuros. Y todos ellos se reproducen en un fabuloso cómic animado el iluminador petersburgués Gleb Filshtinsky que opera como telón de fondo. La gran virtud del director de escena y escenógrafo es su manera de insertar a los artistas reales en esa proyección de video, hasta el punto de sentarles alrededor de una mesa que se derrite cual reloj daliniano, pues todo escapa a la razón tal y como la concibe esta sociedad. El príncipe se enamorará de la princesa-cisne (una muy aplaudida Nina Minasyan), pero no habrá relación amorosa: ella se hace real convertida en algo parecido a una voluntaria o trabajadora social que se encarga de protegerle. Y en su genuina ingenuidad, Guidón no podrá evitar sentir rechazo por el cantamañanas de su padre...

La mesa real alrededor de la que se sienta el zar y su séquito parece derretirse en el contexto del video
Javier del Real / Teatro Real

Orquesta, cantantes, equipo escénico... todo el mundo se llevó el calor del público por una ópera que a priori era un viaje a la tradición rusa. De hecho, surgió gracias a la vitalidad creativa de la Ópera Privada, cuando en Rusia fue abolido el monopolio imperial de los espectáculos. Lo explica bien Joan Matabosch, director artístico del Real, en el libreto: el mecenas, director de escena y visionario Savva Mámontov (1841-1918) fundó la compañía que iba a repensar radicalmente el género lírico para que se comprometiera con la coherencia interna del espectáculo y con la dramaturgia.

En aquel entonces los divos ya estaban en contra de ese laboratorio escénico que acabaría influyendo en Konstantin Stanislavski. Las diva del momento, como Nadezhda Zabela-Vrúbel, esposa del pintor Mijaíl Vrúbel que era colaborador de Mámontov, eran el tipo de cantantes que Ópera Privada repudiaba. Pero esta concretamente había fascinado a Rimski-Kórsakov, de tal manera que la impuso para este título. Tanto ella como la compañía tuvieron que hacer concesiones y, según las crónicas de la época, el resultado fue admirable y la soprano se convirtió en musa del compositor en sucesivas óperas.

lavanguardia

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