El conflicto del oso y el lobo en la cordillera Cantábrica a través de un ‘thriller’ de Marta del Riego
Para observar a una osa saliendo de sus meses de encame es preciso echar muchas horas de espera, a unos cuantos kilómetros, mirando pacientemente la osera por un telescopio. Los biólogos se echan en el suelo o utilizan pequeñas sillas de campo, comen chocolate, soportan las picaduras de los insectos y hablan poco: quizás comentan el paso de un ratonero o de un ciervo. Es preciso mimetizarse con la naturaleza, dejar, en la medida de lo posible, de ser un intruso en el ecosistema.
Entonces aparece la osa, que ha pasado el invierno con las funciones vitales al ralentí, acompañada de dos o tres oseznos. “Es increíble que se muestre en forma. Sale, come algo de hierba y lleva a sus crías por los caminos más difíciles, para que se caigan, reboten y aprendan”, dice la escritora y periodista Marta del Riego Anta (La Bañeza, León, 54 años). Ha pasado algunas de esas horas de expectativa silenciosa en las montañas de Asturias y León acompañando a los biólogos del CSIC (del grupo Cantabrian Brown Bear) y también ha tratado a los guardas de las Patrullas Oso. De ahí ha sacado algunos mimbres para escribir su novela Cordillera (AdN), donde, con algunos rastros de la lengua leonesa, trata de los conflictos entre los humanos y los lobos y los osos, y también de los humanos entre sí: los ganaderos y los conservacionistas, los del campo y los de la ciudad.
Del Riego se crio en la pequeña ciudad leonesa de La Bañeza, pero su padre tenía una majada de ovejas en un pequeño pueblo, donde solían pasar tiempo. Durante los confinamientos pandémicos, la escritora se fue allí a pasar seis meses con su hijo, evitando el trance apocalíptico en su piso del Rastro de Madrid. Allí recuperó una foto que le había hecho su padre, algo borrosa, en la que posaba en la majada con un “corderín” en brazos. Se dio cuenta de que necesitaba escribir algo que sucediera al aire libre, que conectase con su infancia campestre, que la sacase también literariamente de la ciudad. “Quería algo con tormentas de nieve, ventiscas, montañas y acantilados”, dice en un arrebato de romanticismo alemán. Y es lo que ha hecho.
La entrevista transcurre en Plantas Luego Existes, una tienda de plantas y antigüedades en el Rastro madrileño, donde regalan a la autora un pedazo de verde (no tan arrebatado como la montaña) en mitad del gris urbano. Ofrecen amablemente un vaso de vino, aunque el mediodía aconseja tomar agua. La escritora recuerda a los pastores trashumantes que en su infancia bajaban de la montaña, para transitar del norte al sur de León. “Eran altos y rubios, bajaban con sus mastines, parecían seres mitológicos”, cuenta, no se sabe si recreando una realidad pasada o mostrando un recuerdo deformado por la fantasía.
Su novela tiene algo de mítico (ya el nombre del escenario, Barrios de Luna, lleva al ensueño) como es mítica la montaña para los montañeses, casi un dios dormido que presencia y contiene su vida. “La gente de la montaña no puede vivir en el páramo, necesitan esa fuerza telúrica de la roca. En Babia, parece que las montañas nacen directamente del llano, montañas que surgen de forma brutal con formas extrañísimas. Vivir ahí da una forma diferente de ver las cosas”, dice la escritora.
En Cordillera, los que viven ahí (y tienen una forma diferente de ver las cosas) son la pastora trashumante Nidia, una imagen alejada del estereotipo de la mujer rural que ha representado la literatura, y que tiene mucho de una amiga de la autora, Violeta Alegre, también pastora merinera: “Es una heroína del siglo XXI”. También está el cacique Evelio, que representa las fuerzas más conservadoras del campo, machista, autoritario y decidido a permitir que una empresa energética plante en las montañas sus aerogeneradores. De la ciudad viene Darío, el biólogo destinado a investigar a los animales salvajes y que se ve envuelto en el enfrentamiento que provocan en esa sociedad el oso y el lobo. Unos quieren matarlos, otros protegerlos, otros estudiarlos. Es difícil leer el bosque para el profano, pero ahí dentro se despliega todo un cosmos en el que se relacionan los animales, los científicos, los guardas o los cazadores furtivos.
“En la cordillera hay un conflicto entre los ganaderos y los conservacionistas. Es un conflicto complicado, porque todos los de fuera queremos que el lobo y oso proliferen, pero los ganaderos no quieren que se les diga lo que es bueno para ellos”, dice la autora, que durante la escritura de su novela vio cómo aparecían dos cabezas de lobos decapitados en las escaleras de ayuntamiento de la localidad asturiana de Ponga. “En realidad es algo que sucede con frecuencia, pero yo creo que se puede encontrarse una solución”, dice la autora. “Si se deja el rebaño suelto es probable que lo ataque el lobo, pero eso es como dejar en Madrid abierta la puerta de casa. Se puede convivir, se pueden poner pastores eléctricos [cables que dan calambre a los animales para que no se salgan del redil], tener mastines… Pero hay quien tiene un odio brutal al lobo y quiere acabar con él”, dice la autora.
Otros conflictos se muestran en la novela: el de las minas abandonadas (cuyo cierre llevó a la despoblación), el de los citados aerogeneradores (“las empresas suelen venir a la montaña cuando es rentable y luego abandonarlo todo cuando deja de serlo”, dice la autora) o el de los embalses, por los que Del Riego siente amor-odio: es hermoso cómo reflejan las aguas las montañas, pero las aguas también encierran una tragedia. En el embalse (lo suelen llamar “pantano”, aunque no es lo mismo) de Barrios de Luna, hay 11 pueblos sumergidos. “La protagonista de la novela repite los nombres en alto, como hacía su abuela, para que no se pierdan. Eran nombres muy hermosos, como Láncara de Luna”, dice la escritora.
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Julio Llamazares, novelista leonés fuertemente vinculado a estas tierras, habla en sus libros de los pueblos abandonados y de los pueblos inundados, como Vegamián, en el embalse de Porma. En los últimos tiempos la cultura ha reflejado con frecuencia los choques entre el campo y la ciudad, como se vio en películas como As bestas (Rodrigo Sorogoyen, 2022) o Alcarràs (Carla Simón, 2022). Hay quien quiere volver al campo pero sin adoptar la vida rural tradicional, sino manteniendo los oficios urbanitas gracias a la tecnología: una especie de urbanización del campo. Y muchas veces las costumbres no se entienden. “Volver al campo no es tan fácil, tienes que adaptarte a los ritmos, tienes que aprender de lo que ves allí, a veces hay choques y enfrentamientos. He visto gente que viene de Madrid, que pone la música a todo volumen y protesta porque los perros andan sueltos y hay cagajones de vaca por la calle. ¿Quién es más civilizado el aldeano o el urbanita?”, dice Del Riego.
Al final, la novela también se puede entender como una reflexión sobre el extrañamiento del mundo natural. “Un niño de ciudad puede decir 500 nombres de marcas, pero no tantos nombres de animales: estamos muy lejos de la naturaleza”, concluye la autora.
EL PAÍS