En Pertutti y buscando la London

Llegué a Buenos Aires unas horas antes de que en Roma empezaran a enterrar a Bergoglio, el papa argentino, Francisco para la eternidad. Cuando hice la fila para acceder al país que ya conozco (lo conocí hace siglos, porque me lo contaron, y después porque he venido muchas veces), el funcionario que debía darme entrada me hizo un interrogatorio literario. Porque sí, me preguntó si yo conocía la literatura de Borges, luego quiso saber si había leído a Lugones, me explicó que él tenía una biblioteca más nutrida que la de su hermano, aunque éste la tenía más ordenada. Me preguntó, al fin, por lo que yo mismo hacía, y le dije que era periodista, y que venía a la Feria del Libro. Siguió hablando él, de sus opiniones, de su vida, y finalmente puso en cuarentena la obra, y las ideas, de Mario Vargas Llosa, pero volvió a Borges, pero no me dejó decirle que conocí a aquel hombre ciego una vez en Madrid, cuando este personaje inolvidable quiso tocar el cielo con los ojos, en la cúspide del Hotel Palace.
Siguió hablando, de Sábato, de Macedonio Fernández, hasta que se dio cuenta de que no me había hecho la fotografía de entrada. Cumplido el trámite, me preguntó por el hotel que iba a acogerme. La verdad es que no me acuerdo, le dije. Entonces vendió gratis su advertencia: “Si da con otro no lo deja entrar”. Hugo Manelli, que me venía a encontrar de parte de la Feria del Libro, supo de todo esto y se rio conmigo de esta bienvenida que parecía, precisamente, un cuento de Borges o de Macedonio.
Al llegar a la ciudad, esa ciudad hecha de aire cuando es de noche cerrada, y de madrugada, se encontró Manelli con un hecho insólito. Él había presumido, con razón, de que la noche cerrada era el mejor lugar para hacer trayectos desde el aeropuerto, pero, claro, en los aledaños de la Casa Rosada había un tapón de tráfico de la peor especie: la que no está marcada por los coches sino por las circunstancias.
Las calles estaban cerradas a piedra y barro porque por allí iba a desfilar, sin féretro, la noticia de estos años en el mundo y en Argentina, valga la redundancia: el sepelio televisado del papa argentino. Tenía, pues, que caminar yo solo por aquella vía solitaria, con mis maletas, hasta el hotel que está justo donde ahora escribo, el café Pertutti. Pero por este camino que me deparó la vida (y la muerte, en este caso la muerte del papa) encontré, abierto, lleno de luz en la madrugada, otro café que fue hace años un descubrimiento bello, como luminoso: la London.
Hice fotos del interior, porque allí está, bella, intacta, la imagen de Julio Cortázar, que siglos atrás escribió aquí Los premios, ese libro que me hizo viajar con él, y con sus personajes, por los vericuetos marinos que siguieron al libro de los libros de este inolvidable amigo de mis noches y de la luz de su literatura. Hace, ya digo, años que me encontré con ese café, me senté allí como si Cortázar fuera a venir y le dije a todo aquel que estuvo cerca (se lo dije, por ejemplo, a Daniel Divinsky, el editor de casi todo) cuán próximo estuve ese día de la sombra del autor de Rayuela.
La London, una histórica confitería porteña que Julio Cortázar hizo famosa. Foto gentileza Instagram @lareinadelascupulas
Ahora, bajando hacia la estela de Bergoglio, allí estaba el retrato de Julio, varios retratos de Julio en realidad, guiándome hacia la zona sagrada en la que un gentío se aprestaba para decirle adiós al celuloide que envolvía, desde Roma a Buenos Aires, al papa que ya no está. Cortázar acompañó luego mi soledad, qué hace un hombre solo en una sociedad cuyos celulares, los de los amigos, están durmiendo el sueño de los justos.
Así que les conté a los que pude, en España, este nuevo episodio de reencuentros con el autor de Los autonautas de la cosmopista, que hizo ese viaje, el de la cosmopista, para hacerle menos duelo y menos dolor a los últimos meses de su amor más delicado, Carol Dunlop. Desde el hotel, después, quise regresar a la imagen de Julio en la London, pero todo el mundo me disuadió, ni se le ocurra, cuando Buenos Aires se llena de gente, de madrugada, como esta vez en que Bergoglio los reclama, es que se llena de muchísima gente. Ni los periódicos estarían en la calle, porque por allí no circula sino el gentío.
La gente que vende los diarios no está viniendo a los aledaños de la Casa Rosada, es mejor que usted se meta en el Pertutti, eso me dijo la quiosquera, y la verdad es que ahí me metí, donde cuando estaba escribiendo esta crónica, con Clarín al lado, porque me regaló el diario el hombre del café, llegó como de la niebla de la noche pasada la brasileña Sylvia Colombo, la mejor periodista de su país que conozco, que venía de contarle a quienes la leen en la Folha de Sao Paulo cómo fue que este día enterró a Bergoglio la República Argentina.
Yo soñaba con Cortázar en la London pero Sylvia venía con las noticias a Pertutti.
Clarin