La cachucha de la pandilla de Los Warner en Aguablanca: la inesperada obra maestra del caleño Yohan Samboni

Los Warner traficaron, atracaron, intimidaron, tal vez mataron y se mataron, y trabajaron sin cesar en su próspero y peligroso negocio criminal con un Correcaminos, un Piolín o un Demonio de Tasmania en la cabeza: todos los miembros de la pandilla –como un sello de siniestra identidad– llevaban gorras originales de los Looney Tunes.
Yohan Samboni los vio de cerca en el barrio Los Lagos de Aguablanca en Cali: eran sus vecinos y su papá –que se ganaba la vida como remontador de zapatos– los conocía de cerca. Eran los duros del barrio. “Las cachuchas las traían de vuelta de los viajes en lancha rápida con las que dejaban la droga en Estados Unidos”. Las gorras con Bugs Bunny y sus amigos eran los trofeos malévolos de los pandilleros que iban más allá de las fronteras de Aguablanca y ‘coronaban’ una ‘vuelta’ en los Estados Unidos.

Yohan Samboni estudió en la Escuela de Bellas Artes en Cali. Foto:Archivo particular
Ese particular intercambio cultural entre Cali y ciudades como Los Ángeles y Nueva York, hizo que el ‘estilo americano’ se tomara las calles del barrio; los tenis Nike de Michael Jordan en Space Jam, los pantalones descaderados o las camisetas una o dos tallas más grandes eran una huella estética que –incluso– quedaba estampada en los letreros de cada negocio. Yohan, desde niño, se encargaba de hacer los avisos para la zapatería de su papá e inevitablemente tenían algún personaje de la Warner Bros. No todos los ‘pelados’ estaban en las pandillas (él, por ejemplo), y no todos podían usar una cachucha original. Pero no hay nada que no se pueda falsificar. En las calles la gente no solo usaba ropa y gorras ‘chiviadas’, sino que había todo un mercado de películas y juegos piratas; era un mundo ‘hechizo’ y con ‘hechizo’.
La exposición de Samboni, en la Galería La Cometa de Bogotá (carrera 10 no. 94ª-25), revive, recrea y re imagina esos días de tensión y creatividad; la primera pieza de la muestra es total. ‘Techo’ es una de las obras más contundentes del arte contemporáneo colombiano de la última década. Samboni hizo una gorra monumental con latas de zinc –el techo de las casas de Aguablanca– y la pintó con personajes de los Looney Tunes: el Pato Lucas, Bugs Bunny, Piolín y el Demonio de Tasmania posan con actitud de pandilleros en en el frente de la gorra. Y, en los lados, aparece un orgulloso Silvestre y un pobre Coyote. La pieza –además– tiene sonido: cuando se entra en la cachucha hay todo un recorrido musical de las calles del barrio: salsa, reguetón, rap. Y no hay lugar para las balas.
Samboni reivindica otra vida y el valor cultural de ‘lo pirata’ y, de forma deliberada, hace una serie de pinturas ‘mal hechas’ para remarcar lo auténtico de lo ‘hechizo’. Y uno de sus momentos más gloriosos es una serie de varias carátulas de DVD’s de casi medio centenar de películas que hablan de la época pura y dura de la piratería –como La estrategia del caracol y la película de Los Simpsons en los años 90 y comienzos de 2000–, y otras que de alguna manera explican la vida de barrio como Los dueños de la calle, de John Singleton, o el clásico de las pandillas: The Warriors, de Walter Hill. También hay otras carátulas que hablan de Cali y del fenómeno del narcotráfico en el Valle del Cauca con títulos como Perro como perro, de Carlos Moreno, y El Rey, de Antonio Dorado. Y, entre otras cosas, una serie de carátulas de varios videojuegos de Play Station.

Los juegos y las películas piratas de Samboni Foto:Fernando Gómez Echeverri
“El Play Station 2 fue el primero que piratearon”, dice Samboni. “Y por 2000 pesos uno compraba cada disco. Y por 500 se podía quedar en un local de juegos media hora”. Y, dentro de todos los juegos, había uno de culto en la primera década del siglo XXI: GTA San Andreas. La otra pieza clave de la exposición es un video en la que el protagonista, un chico con la misma energía del barrio de Yohan, en lugar de entrar en la dinámica de violencia del juego, recorre las calles de su ciudad de forma solitaria; sube a valles solitarios, contempla un río y no deja de caminar. Es un recorrido poético y vibrante. Es –de alguna manera– el mismo Yohan en su camino.

El video de GTA San Andreas de Samboni. Foto:Fernando Gómez Echeverri
La Galería –además– tiene otras dos exposiciones con la misma energía. ‘Estamos que la rompemos’, una muestra curada por Harold Ortiz y museografía de Clara Arango y Orlando García, reúne las obras de Víctor Muñoz, Camilo Restrepo, Chócolo, Tatyana Zambrano y Juan Caicedo. El título de la muestra resume todo: las hablan de cómo romperla por dinero.

Fentanilo, de Camilo Restrepo Foto:Fernando Gómez Echeverri
La obra de Camilo Restrepo, por ejemplo, habla de las adicciones y los decomisos de la Policía y une la cafeína con la cocaína y el clonazepam en una serie de mesas con mantel verde en las que, sustancia tras sustancia, se habla del tráfico de drogas, dependencia y salud mental.

Víctor Muñoz atrapó los disparos de una pistola en el papel. Foto:Fernando Gómez Echeverri
Víctor Muñoz –en esa misma línea de violencia y decadencia– inmortalizó unos disparos en papel en una obra estéticamente escalofriante y con un título que habla de Medellín, la pólvora, la cultura traqueta y la violencia: Alborada.

La obra de Gabriela Pinilla habla de las mujeres en los movimientos sociales. Foto:Fernando Gómez Echeverri
En otra sala –justo a la entrada– está una pequeña muestra individual de Gabriela Pinilla que completa todo el ciclo. Su obra habla de las mujeres obreras que lucharon por sus derechos y los derechos de los trabajadores en barrios donde –solo unos años después, en medio de la pobreza y la desigualdad– se incubó la violencia desaforada del narcotráfico, pero también donde nacieron artistas y personas notables por mujeres como ellas. No se la pierdan; cada obra merece un lugar en un museo.
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El jardín es uno de los grandes temas de Freda Sargent. Foto:Sebastián Jaramillo / Revista BOCAS
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