La National Gallery de Londres reformula su sede y se suma a la era de los museos cívicos

De reclamo a marco. La intervención de Annabelle Selldorf (Colonia, 64 años) y su equipo para facilitar el creciente flujo de visitantes —más de cinco millones y medio— que recibe anualmente la National Gallery de Londres hace gala de “the nothing effect”, el “efecto nada” que la alemana ya empleara en la ampliación de la Frick Collection inaugurada en Nueva York el pasado abril. La fórmula es apenas visible y tiene tanto de estrategia como de diseño. En Londres, el 10 de mayo, la National Gallery inaugurará el año de su bicentenario cambiando la entrada principal de la pinacoteca. No es un gesto menor, es una declaración de intenciones. ¿El objetivo? Hacer que la arquitectura evite la formación de colas de visitantes para aumentar su número y la calidad y comodidad de la visita. Se trata de actualizar la idea de museo, de lugar de las musas a espacio público. Se busca acoger a otro tipo de público.
El director de la National Gallery, Gabriele Finaldi, solicitó un proyecto que hiciera sentir bienvenidas a personas que jamás habían pisado el museo. Selldorf, que abrió su estudio en Manhattan cuando contaba 28 años, lo hizo despejando el espacio y llevando luz natural al ala Sainsbury, la ampliación que Robert Venturi y Denise Scott Brown firmaron hace poco más de 30 años y que, entonces, no fue diseñada como entrada principal. En estas tres décadas se han desarrollado tecnologías, urbanismos y otras consideraciones sociales. Así, hoy se presta atención a que quien llega en una silla de ruedas pueda acceder con facilidad por la misma puerta principal que todo el mundo, sin desvíos a rampas y sin desplazarse a entradas traseras. Las mejoras cívicas han pasado de ser un parche a convertirse en objetivo.
“Ha sido una cuestión más de física que de diseño”, explica Selldorf. “Hoy existe tecnología para iluminar de manera más cálida y con mayor responsabilidad energética”. Un nuevo pavimento de arenisca serena expande la luz y los antiguos vidrios oscuros, que ocultaban la emblemática escalera coronada por cerchas metálicas que idearon Venturi y Scott Brown, han sido sustituidos por vidrios transparentes que filtran el calor, dejan pasar más luz y permiten el contacto con la ciudad. “Se ha buscado acoger, conectar, hacer espacio para todos y facilitar la circulación”, indica Selldorf.

Limpieza espacial, orden y conexión son las sensaciones que se experimentan dentro de un proyecto que ha costado casi 100 millones de euros. La vivencia es de ligereza y transparencia. Por eso los cambios no se anuncian. Hay que buscarlos. Así, los controles de seguridad han quedado reducidos a dos mástiles apenas visibles que no solo no ocupan espacio, también evitan el tiempo de espera y la formación de colas. Las puertas giratorias han desaparecido, pero el calor no se pierde porque existe una doble puerta. No hay escalones. Todo fluye.
Entre las decisiones más drásticas de esta remodelación hay una desaparición y una aparición. La mayor tienda del museo, ubicada en esta entrada en la última ampliación, ha desaparecido desmigada en pequeños puestos. La aparición es una pantalla de 10,6 metros de largo, como única decoración del vestíbulo. Se trata de la pantalla de mayor resolución que existe en Europa. También es un reclamo. Y una herramienta para el estudio. En ella conviven detalles de la Venus del espejo de Velázquez con escorzos sobre Los embajadores de Hans Holbein. Veinte de las obras maestras de la Galería se van descubriendo paulatina, detalladamente, casi como si navegáramos en los lienzos. Se adivinan los zapatos del Matrimonio Arnolfini de Van Eyck, se intuyen las pieles de Baco y Ariana de Tiziano o se acompaña a la Joven tocando el virginal de Vermeer. Todos los periodos de la pinacoteca se asoman a la pantalla: de la Ofelia entre las flores de Odilon Redon a La cena en Emaús de Caravaggio. Los ojos del visitante se pierden en la profundidad del paisaje de la Virgen de la Roca de Da Vinci o en el del Carro de Heno de Constable. Todo eso antes de entrar.
“Podría pasarme el día sentada ante esta pantalla”, apunta Selldorf alabando la idea de Finaldi. “Todos perdemos cuando alguien piensa que la National Gallery no es para él”, insiste el director. Hace dos siglos, cuando William Wilkins firmó el edificio neoclásico frente a Trafalgar Square, era habitual que el poder hablara desde un pedestal. Con el tiempo, los museos cambiaron sus fachadas neoclásicas por recursos más expresivos e inventos espectaculares, con los que contenido y contenedor competían buscando la atención del público. Hoy, la National Gallery aboga por el museo como lugar de convivencia. Por una idea de la cultura que pone el disfrute por delante del negocio ofreciendo cercanía y descubrimiento.

Gabriele Finaldi anunció que, en el año de su bicentenario, la National Gallery lo expondría todo. Durante 12 meses no habrá ni préstamos ni obras de reparación, añadió tras tres años soportando la transformación de su ala Sainsbury. Puede que el mayor reto de Selldof haya sido el que ha compartido con los expertos en patrimonio de la empresa Purcell. ¿Qué se podía tocar y qué no de un edificio postmoderno? La discutida ampliación de Venturi & Scott Brown hablaba en los detalles, al tiempo que se sumaba volumétricamente al edificio neoclásico original. Pero… al ser el único proyecto de la pareja en Europa, esa ampliación goza de la máxima protección como bien de interés artístico. Por eso los cambios han sido más tecnológicos que visuales. Más funcionales que fáciles de ver. Son, sin embargo, fáciles de sentir. ¿Qué queda de ese edificio? Todo y nada a la vez. El inmueble es el mismo, pero no solo se le ha lavado la cara y liberado de cornisas añadidas como maquillaje postmoderno, también se ha puesto en forma, las columnas han reducido su tamaño, parte del forjado ha desaparecido y las paredes del entresuelo se han convertido en barandillas. La famosa escalera, con las cerchas metálicas como guiño a la revolución industrial, ha rejuvenecido.
También el paisajismo del estudio Vogt, que firmara los jardines de la Tate Modern o de la Torre Eiffel, ha sido una resta. Han desaparecido parterres decorativos de la antigua vivienda del vigilante en favor de la conexión peatonal de la galería. Finaldi lo resumió: “Esta nueva entrada trata a los visitantes con la calidad de las obras que exponemos: inmejorablemente”. Eso es el trabajo de Selldorf, Purcell y Vogt: “Es la única entrada razonable para un museo con las exigencias de este siglo, es decir: con la consideración a las necesidades de cualquier visitante”, apunta Finaldi. Pero es también una estrategia que ha reubicado servicios y preparado futuras conexiones subterráneas. El mayor logro del proyecto es que toda esa complejidad se ha hecho invisible. Parece que todo estuvo siempre allí. Nada más lejos de la realidad.
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