En París, el Museo de Arte e Historia del Judaísmo expone a Pascal Monteil, bordador de cuerpos suspendidos.

El bordado es una disciplina de paciencia, un arte de ornamentación y representación que afirma tanto las elecciones como los motivos encargados de fijar la memoria, asignándole un refugio, material y frágil. Algodón, seda o lana, oro o plata, el hilo establece la historia, articula recuerdos e invenciones, sin que el soporte importe realmente. Pero el bordado también es, oralmente, añadir detalles, quizás circunstancias imaginarias, a una historia para enriquecerla, embellecerla, darle una nueva dimensión donde la verdad importa menos que la seducción en acción.
Pascal Monteil lo sabe, y respeta escrupulosamente el doble contrato que hace suyo cuando, tras partir hacia la India como nómada, descubre que los bordadores, con la mirada bien abierta, serios, serenos y atentos, narran el mundo con la mayor precisión. Así, el artista, que hasta entonces trabajaba como arquitecto en el hábil montaje de fotografías y pinturas, decide reivindicar esta hermandad invisible y adopta la aguja y el hilo de lana. Solo reconoce a sus orígenes del Gard el lienzo de cáñamo, que elige como soporte para las narrativas que imagina en los albores de su práctica artesanal.
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Le Monde