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Me los llevo al centro comercial

Me los llevo al centro comercial

La ciudad donde vivimos nuestra existencia cotidiana es como la habitación de juegos de Andy en Toy Story . Él o su madre creen que, al cerrar la puerta del dormitorio de aquél, la estancia se queda a solas, como un planeta muerto, congelado en el tiempo y el espacio. Nada va a pasar o mover hasta que volvamos a entrar. Sólo los ácaros, moscas y arañas, los rayos de sol por la ventana, algo de brisa si está abierta, y en el caso de la ciudad una tonelada de turistas que permiten que este país siga en pie. Pero no es así. Imagino que han visto alguna de las películas de la franquicia. Imagino también que hubo un verano que se quedaron por aquí. En los dos casos sabrá que, al irse Andy, su madre, ustedes, el vaquero Woody, Buzz Lightyear, Bo Peer, el Señor y la Señora Potato, Hamm, Slinky y por supuesto Rex, aparecen, toman vida tanto en la casa como en la ciudad, incluso en la misma terraza del mismo bar en el barrio. Todos con un cartel en la cara que reza Abierto Sin Vacaciones. Puede que no sean Los Vengadores, pero mientras usted está en la playa en Sa Tuna o en Tailandia preguntándose (y respondiéndose) porque no vive en Bangkok, ellos guardan la ciudad para que, al volver, se la encuentre igual de fea y bonita, limpia y sucia pero todo en su sitio.

No habremos dado tres pasos y estarán subidos a un coche o un reno a euro los diez segundos

Dentro de la gente que no tiene vacaciones analizaremos un recurso evolutivo en algunos primates urbanos, en especial las madres. Suele acontecer que, cuando no se sabe qué más hacer con las crías, en un tan estéril como desesperado intento de que no vean más de quince horas la tele –antes– o estén colgados más de veinte horas del móvil –ahora–, la proeza es tratar de sacarlos de casa. No será fácil. Aviso para navegante, madres y padres, abuelos y abuelas. No lo será pero quizás alguien lo consiguió y por eso se sigue intentando.

...y la ingente tarea de que las crías dejen el dispositivo electrónico que tengan entre manos y se vistan

Se trata de una odisea en la que el motivador se ve aplastado una y otra vez, por la pereza, desidia, mala leche, chantaje y extorsión de seres que solo la minoría de edad les exime de la aplicación del Código Penal o Militar en tiempos de conflicto armado. La idea, de primeras, se atisba brillante y definitiva. Luego, la acción, morosa y a cada minuto que pasa más absurda, como la lucha de trincheras en el Frente Occidental en la Primera Guerra Mundial: un paso adelante, dos atrás y vuelta a empezar. Al grito que resuena en todo el domicilio de “Me los llevo al centro comercial”, al que acompaña un suspiro de alivio del resto de la tribu, el padre o abuelo motivador, se enfrenta a la ingente tarea de que las crías dejen el dispositivo electrónico que tengan entre manos y se vistan. Si no localizan al menor es probable que debajo de toda la ropa de su dormitorio puedan hallarlo. Si no, vayan a Mossos. Para vestirlos tendrán que pactar atuendo e incluso salir de casa con el dispositivo en la mano no fuera ser que el trayecto en coche de quince minutos a la cría le diera un ictus analógico. Ya en el vehículo, reina otra vez la paz –después de portazo, grito, etc– porque es otro cubículo donde seguir con la máquina. Niños yonquis ¿qué puede salir mal…?

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La primera decepción para el adulto es que en el centro comercial el niño está vestido y aseado para salir, sí, pero sigue siendo lo mismo que era en pijama: un consumidor a crédito ilimitado. Un inmenso agujero negro del capitalismo. No habremos dado tres pasos y estarán subidos a un coche o un reno a euro los diez segundos. Helados, golosinas, palomitas. Tiene su lógica: los has llevado a un centro comercial.

Cuando reparas en ello, hay un momento de la campaña en la que claudicas no sin antes cual oficial aguerrido de una tropa de cobardes espías dobles, insumisos y, de poder ser, desertores, decides arrastrarlos hasta la misión suicida de dar algún sentido a la guerra. De la mano o a golpe de amenaza, consigues entrar en una tienda de ropa de crío o de zapatillas deportivas o de gafas o una franquicia absurda de nada pero que huele bien y la dependienta tiene ojos de secuestrado y con los párpados, en morse, te dice que ella también quiere escapar de allí.

La operación Me los llevo a un centro comercial no es rápida, fácil ni barata. Al menos les ha tocado el aire, te dirás, se estaba fresquito allí dentro, había gente, colores y sonidos. Con suerte habrás comprado camisetas y ropa interior pero mientras te tomes un batido de fresa con tus dos yonquis y sus móviles es posible que te asalte una melancolía que te haga acordarte de aquella pareja a la que abandonaste porque no quería tener hijos y piensas que igual tiene Instagram.

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