'El cautivo': poca carne en el asador en esta fantasía homoerótica cervantina
%3Aformat(jpg)%3Aquality(99)%3Awatermark(f.elconfidencial.com%2Ffile%2Fbae%2Feea%2Ffde%2Fbaeeeafde1b3229287b0c008f7602058.png%2C0%2C275%2C1)%2Ff.elconfidencial.com%2Foriginal%2F5af%2Feae%2F574%2F5afeae574884be746f81882b681562ca.jpg&w=1280&q=100)
Lástima de oportunidad perdida de fantasear con un mito que se hace carne y que la carne, siendo el tema central de El cautivo, el último drama histórico de Alejandro Amenábar, se muestre gazmoña y pacata, como un puritano en un hamán. Parece avergonzarse la película de su propia naturaleza, huyendo de las oportunidades de riesgo y aventura que se van presentando a diestro y siniestro en un intento de nadar y guardar la ropa. El director podría haber optado por una rigurosa recreación historicista del contexto argelino del siglo XVI o por la imaginación descocada del Napoleón de Ridley Scott. Amenábar ha preferido remover la crónica con la fórmula del cuento árabe, como Las mil y una noches, e imaginar la figura de un Cervantes que, mientras intenta salvar la vida con su verba soñadora emulando Scheherezade, se debate entre su futura figura pública -la de el autor más importante de la lengua castellana- y una orientación sexual que hoy todavía sigue en disputa. La propuesta estilizadísima de Amenábar -de imagen perfumada y dentífrica-, en la que Cervantes se presenta efebo de ojos castaños y temerosos (Julio Peña), podría habernos llevado a un festival de sensualidad transgresora, de pieles sudorosas y piernas enredadas, pero El cautivo no se atreve a pasar al otro lado de la muselina.
Los historiadores españoles andan a garrotazo limpio por si Cervantes tuvo o no relaciones homosexuales, si fue o no acusado de sodomía. Para algunos, la simple sugerencia responde a una operación demoníaca contra uno de los grandes valores del hispanismo. Para otros es una audacia sin certeza posible. Fernando Arrabal, autor de Un esclavo llamado Cervantes, explicó que su biografía apócrifa cervantina, publicada en 1995, "parte de un singular documento, fechado en 1569 y descubierto en 1820, según el cual Miguel de Cervantes fue acusado de homosexualidad cuando tenía 21 años y condenado por el rey de España a la amputación de su mano derecha y a un destierro de diez años". "A finales del siglo pasado y hasta comienzos de éste, los prejuicios impedían muy a menudo contemplar la figura de Cervantes como la de un hombre ejemplar y heroico. Había que borrar su ascendencia y querencia, pero en el siglo XX los mayores cervantistas reconocen su origen judío y su homosexualidad". Ahí es nada.
El cautivo no pretende ser fiel a los hechos biográficos de un personaje misterioso del que tan siquiera se tiene un retrato certero, sino que prefiere dejarse llevar por la fabulación de lo que aconteció durante sus cinco años de cautiverio en Argel, años seminales y fundamentales en la transformación del hombre de armas en un hombre de letras. La película, eso sí, pretende deconstruir una época testosterónica en una Historia con mayúsculas que se construye cimentada en la violencia, las batallas y la hombría.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2F364%2F86a%2F52f%2F36486a52fbfbe27ac73a3ed0d06e21a0.jpg)
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2F364%2F86a%2F52f%2F36486a52fbfbe27ac73a3ed0d06e21a0.jpg)
La película, coescrita junto al muy prolífico Alejandro Hernández -guionista de cabecera de Manuel Martín Cuenca y quien ya coescribió con Amenábar Mientras dure la guerra (2019)-, arranca con la llegada de Miguel de Cervantes, un veinteañero lisiado en la Batalla de Lepanto, a la cárcel de Argel después de que su galera fuese secuestrada por corsarios otomanos. La cámara, limpia y precisa, sigue a Cervantes en su entrada a la ciudad de Argel, donde lo intentan vender como esclavo, con un grupo de soldados napolitanos y castellanos, entre los que se encuentran el fraile Blanco de Paz (Fernando Tejero), el soldado Diego Castañeda (José Manuel Poga) y el elche castellano -renegado de la religión cristiana- Dorador (Luis Callejo).
Bajo el gobierno de Hasán Bajá el Veneciano (interpretado por un lúbrico Alessandro Borghi), los argelinos piden rescate por los esclavos y, al encontrar una carta firmada por don Juan de Austria y del duque de Sessa, piensan que, de ser Cervantes una persona importante, pueden pedir por él muchas más piezas de oro que por cualquier preso raso, lo que alarga el cautiverio del futuro escritor alrededor de cinco años. "Yo no soy nadie", insiste el personaje, un recurso irónico teniendo en cuenta en quién acabaría convirtiéndose. En este tiempo, gracias a la figura de Antonio de Sosa (Miguel Rellán), teólogo y escritor, Cervantes se empapa de todo tipo de literatura -incluso de libros entonces prohibidos por la Inquisición, como El lazarillo de Tormes- y del fervor literario que ameniza su tiempo carcelario. También, en la película, Cervantes se convierte en un entretenedor de las masas, leyendo en público dichos libros primero y, cuando estos se fueron agotando, inventando sus propios relatos, después. Amenábar imagina cómo las figuras de los frailes de la Orden de los Trinitarios encargados de pagar su rescate pudieron ser fuente de inspiración para Sancho y Quijote. O cómo la bacía del barbero se convirtió en un casco quijotesco.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Ff20%2F364%2F747%2Ff203647473e37ed46f9811c921addfa3.jpg)
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Ff20%2F364%2F747%2Ff203647473e37ed46f9811c921addfa3.jpg)
Lo más interesante de la propuesta de Amenábar es el juego en el que desdibuja la frontera entre realidad y ficción, emulando la propia creación artística. Mientras el protagonista-narrador construye historias que mezclan fantasía y verdad inmediata, el narrador-director también implica al espectador en este juego de fabulaciones y presentes cinematográficos. Durante su encarcelamiento, Cervantes intentó varias evasiones que también se reflejan en la película y que también son piezas dentro de este juego. Sin embargo, Amenábar no aprovecha todo lo que podría estas ambigüedades, descartándolas muy rápidamente. El cautivo es, también, una reflexión sobre las identidades disidentes. Muchos de los personajes soportan el cuestionamiento por religión o condición sexual, en un contexto inquisitorial de traiciones y señalamientos.
La segunda parte de la película se centra en la relación entre Cervantes y el Bajá, y es ahí donde la película podría haber sido más osada, más arriesgada, más moderna. En 2025 ya hemos visto cómo muchas series dirigidas a un público amplio tratan la sexualidad y la desnudez con naturalidad. Es un poco descorazonador que lo más transgresor de la película esté a la par de un casto amor juvenil y que la película encuentre continuos subterfugios en la planificación para no violentar -o excitar- la mirada. "Esto es Babilonia", promete el personaje de Roberto Álamo, un castellano afincado en Argel, regente de lo que hoy llamaríamos saunas gays, pero esa Babilonia nunca aparece.
Hay demasiada afectación en general en la película: en las palabras, en los gestos y en muchas de las decisiones de dirección. Tampoco ayudan los paisajes digitales ni una dirección de arte demasiado limpia ni los movimientos precisos de la cámara, que ensanchan la distancia de la pantalla con el espectador. Un "pecado" que ya cometía Mientras dure la guerra y del que no se desembaraza este retrato imaginario de un escritor que, sin embargo, fue un contraventor de los cánones de su tiempo.
Lástima de oportunidad perdida de fantasear con un mito que se hace carne y que la carne, siendo el tema central de El cautivo, el último drama histórico de Alejandro Amenábar, se muestre gazmoña y pacata, como un puritano en un hamán. Parece avergonzarse la película de su propia naturaleza, huyendo de las oportunidades de riesgo y aventura que se van presentando a diestro y siniestro en un intento de nadar y guardar la ropa. El director podría haber optado por una rigurosa recreación historicista del contexto argelino del siglo XVI o por la imaginación descocada del Napoleón de Ridley Scott. Amenábar ha preferido remover la crónica con la fórmula del cuento árabe, como Las mil y una noches, e imaginar la figura de un Cervantes que, mientras intenta salvar la vida con su verba soñadora emulando Scheherezade, se debate entre su futura figura pública -la de el autor más importante de la lengua castellana- y una orientación sexual que hoy todavía sigue en disputa. La propuesta estilizadísima de Amenábar -de imagen perfumada y dentífrica-, en la que Cervantes se presenta efebo de ojos castaños y temerosos (Julio Peña), podría habernos llevado a un festival de sensualidad transgresora, de pieles sudorosas y piernas enredadas, pero El cautivo no se atreve a pasar al otro lado de la muselina.
El Confidencial