Die, my love: Jennifer Lawrence angustia y deslumbra en su brutal acercamiento a una mujer bajo la influencia (****)

Pese a lo que nos dice la intuición, no está claro que sea bueno que una película se entienda. Es más, solo hay algo peor a que una película se entienda y es que se entienda del todo. Es de sobra conocida la historia (no está claro que sea cierta) de El sueño eterno en la que, llegados a un momento dado, los guionistas William Faulkner y Leigh Brackett no podían descifrar quién había matado a uno de los personajes. Así que llamaron a Raymond Chandler, el autor, quien reaccionó de forma airada. Al llegar a este punto, las conclusiones al chascarrillo se bifurcan. Pero lo sensato, por divertido, es que en verdad el enigma indescifrado estaba ahí de manera consciente para añadir misterio al propio misterio. De David Lynch no hablamos porque es precisamente el mecanismo del secreto el que mueve la mejor parte de su obra.
Con el con el cine de Lynne Ramsay, que nada tiene que ver ni con la intriga ni con el noir ni con las brumas de los puertos, sucede algo parecido. Buena parte del trabajo de la directora de En realidad, nunca estuviste aquí o Tenemos que hablar de Kevin se mueve en ese espacio en el que el comportamiento humano se desnuda de sentido para ofrecerse de manera pura, cruda y violenta. Exageradamente violenta.Die, my love, su particular adaptación de la novela de Ariana Harwicz con la colaboración de los actores Robert Pattinson y, sobre todo, Jennifer Lawrence (además de tótems como Sissy Spacek o Nick Nolte) es la última entrega de su siempre visceral punto de vista sobre cualquier forma de ceguera.
La película cuenta simplemente cómo una madre acosada por la psicosis lucha por mantener la cordura. En realidad, el argumento no existe. No es tal. La directora propone al espectador acercarse a la pantalla y no tanto asomarse como meterse dentro de la nube radioactiva que nubla el alma de la protagonista. Ella y él van al campo, tienen un hijo, ella mata al perro, araña la pared del baño... Y esas cosas. La película está planteada como una auténtica provocación. La idea no es desentrañar ovillo alguno ni reflexionar sobre la importancia de ocuparse de las enfermedades mentales ni mucho menos se trata de ofrecer una guía de conducta en caso de encontrarse con algo parecido. Todo es más crudo porque no hay novelista al que llamar para preguntar quién ha matado a nadie. Estamos solos.
Jennifer Lawrence se ofrece en canal como pocas veces antes hemos visto a un actriz en general y mucho menos a una de las consideradas estrellas de Hollywood. Si el patrón oro de las interpretaciones vibrantes, inasibles, enigmáticas e infranqueables es la lección de Gena Rowlands en Una mujer bajo la influencia, de John Cassavetes, es ahí donde se dirige una actriz que tras años sin ubicación en Googlemaps ocupada en superproducciones chorras regresa por fin al lugar de aquellas películas que la hicieron ser lo que probablemente es. Hablamos de Madre!, de Darren Aronofsky, o de... Hay alguna otra, pero ahora no nos acordamos.
Por supuesto, Die, my love no existe para ser entendida. Ni poco ni mucho. Die, my love está ahí para que los bosques ardan, los espejos se rompan con la frente, los perros ladren sin parar y los números de baile se acerquen a la más cruel pesadilla. Digamos que Lawrence hace suyo el ideario de la Ramsey con fruición. Está en la naturaleza de los personajes de la directora escocesa el caminar con los ojos cerrados al borde de todos los precipicios. Y eso es así porque la cineasta está convencida de que una mujer o un hombre solo ante un precipicio es una mujer o un hombre consciente; consciente de su miedo, de su libertad radical (para suicidarse incluso) y del sentido profundo del tiempo. Del suyo. Del de todos. Kierkegaard lo llamaba angustia y depositaba en manos de esa sensación paralizante y terriblemente lúcida a un milímetro de la nada la clave para dar no tanto con el sentido de casi todo como con, en efecto, su más íntimo sinsentido. Entenderlo todo mata la sospechas de verse ante algo importante de verdad. Y eso se cree o no se cree. No hay forma de comprenderlo.
elmundo