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Los cruzados no fueron valientes caballeros, sino mercenarios y asesinos

Los cruzados no fueron valientes caballeros, sino mercenarios y asesinos

Un silogismo medieval nos sirve para explicar muchas cosas. No todos los hombres eran criminales, pero la inmensa mayoría de criminales eran hombres; sobre todo jóvenes con acceso a las armas. Los cambios poblacionales experimentados durante la época de las cruzadas no fueron normales, como tampoco lo fueron sus efectos en las sociedades que intentaron absorberlos.

Los extraordinarios movimientos demográficos ejercieron un enorme efecto distorsionador en las sociedades medievales de Oriente Próximo, y la inexorable naturaleza de estos cambios se hizo más evidente con el paso del tiempo. Estos grupos se extrajeron principalmente del arquetipo demográfico de criminal: individuos muy jóvenes, de sexo masculino, sin restricciones y muy bien pertrechados.

No todos los hombres eran criminales, pero la inmensa mayoría de criminales eran hombres

La proporción de estos hombres en la población general de Oriente Próximo, y sobre todo en los nuevos Estados cristianos, experimentó un enorme crecimiento. Todo esto tuvo serias consecuencias, obvias para la reflexión, pero normalmente pasadas por alto en los libros de historia dedicados a las cruzadas.

Soldados ladrones

Uno de los problemas fue la a menudo imprecisa diferencia entre un acto criminal y uno militar o entre un “civil” y un guerrero. La situación anárquica de la zona ya era habitual. Pero para muchos cruzados y miembros de otros ejércitos trasladados a Tierra Santa desde territorios extranjeros la criminalidad había comenzado mucho antes de su llegada.

Si tomamos la Segunda Cruzada como ejemplo, se puede observar que el problema de mantener el orden se agravaba día a día. El rey Luis VII de Francia hizo todo lo que estuvo en su mano. Desde el principio realizó, con bastante acierto, grandes esfuerzos para imponer entre sus hombres cierta disciplina y un código de conducta aceptable durante la marcha a través de Europa hacia Tierra Santa. Cuando los contingentes cruzados comenzaron a concentrarse y "después de disponer el campamento a las afueras de la ciudad, aguardó unas jornadas a la llegada del ejército; promulgó leyes necesarias para asegurar la paz y otros requerimientos a lo largo el viaje, y los jefes aceptaron acatarlas mediante un solemne juramento".

En teoría eso está muy bien. Sin embargo, en la práctica estas leyes se obviaron hasta el punto de que ni siquiera sabemos cuáles eran. Como señaló con amargura un frustrado cronista real: “Como ellos no las observan, yo no las conservo”.

Mantener la disciplina dentro de un gran ejército compuesto por dispersos y pendencieros contingentes feudales resultó un asunto cada vez más difícil de conseguir. En algún momento de la marcha desde Filipópolis (la actual Plovdiv, en Bulgaria) hasta Constantinopla se desbordaron las tensiones entre los ejércitos alemán y francés. Más tarde, un narrador francés escribirá que el problema estalló cuando “algunos de los nuestros estaban deseosos por escapar de la presión del gentío alrededor del rey y, por con siguiente, se dirigieron a la vanguardia, acampando cerca [de los alemanes]”.

Mantener la disciplina de un ejército compuesto por pendencieros contingentes feudales resultó un asunto cada vez más difícil de conseguir

La competición por los escasos suministros alimenticios fue la causa probable de la reyerta que comenzó poco después, aunque esta pudo estallar por alguna otra razón. “Ambos grupos fueron al mercado”, escribió un cruzado francés… pero los alemanes no permitieron a los francos comprar nada hasta haber conseguido ellos todo lo que deseaban. A partir de esa situación estalló una riña, o mejor dicho una reyerta, pues cuando una persona interpela a otra dando muy grandes e ininteligibles voces, hay pelea. A continuación, los francos, tras ese intercambio de golpes, regresaron del mercado con sus suministros.

Sin embargo, esto solo fue el comienzo de los desórdenes. Los alemanes, “zahiriendo el orgullo de unos pocos franceses, pues ellos eran muchos, blandieron sus armas y cerraron contra ellos con gran furor, y los francos, también armados, resistieron con bravura”. La reyerta solo se extinguió con la caída de la noche y después “hombres sensatos, cayendo de hinojos frente a los necios, calmaron este sinsentido con humildad y buena razón”.

Ni siquiera en sus propias reseñas, los francos intentaron librarse de culpa; resulta evidente que la disciplina se encontraba al borde del colapso absoluto. Cuando su ejército llegó a Constantinopla la situación no hizo sino empeorar. Los bizantinos… cerraron las puertas de la ciudad a la muchedumbre, pues esta había quemado muchas de sus casas y olivos, ya fuese por necesidad de leña o por la arrogancia y el abuso de la bebida por parte de los necios. El rey castigó en numerosas ocasiones a los malhechores cortándoles orejas, manos y pies, pero ni aun así pudo controlar los desmanes del gentío. Lo cierto es que solo podía hacer dos cosas: o matar a miles de ellos, o soportar sus numerosas maldades.

Un incidente en concreto casi llevó a la guerra entre los francos y sus muy sufridos anfitriones bizantinos. Mientras los ejércitos se internaban en Asia Menor, un francés miembro de la expedición informó de que… nos seguían mercantes con alimentos y cambistas a bordo. Los cambistas mostraban sus tesoros a lo largo de la costa; sus mesas brillaban con el oro y crujían bajo los recipientes de plata que nos habían comprado. Del ejército llegaba gente que hacía trueques a cambio de cosas necesarias y a estos se unieron hombres que codiciaban los bienes ajenos.

El cronista intentó distanciar al ejército de lo sucedido tanto como fue posible, pero resultaba evidente que la causa fueron los robos perpetrados por miembros de la hueste franca. “Por tanto, un día cierto flamenco digno del látigo y el fuego del infierno —escribió—, al ver la gran riqueza y cegado por una descontrolada codicia, gritó: “¡Caos! ¡Caos! [¡Sembrad el caos!]”, tomando cuanto quiso. Y así su atrevimiento, además de la valía del botín, incitó a hombres como él a perpetrar crímenes”.

No requerían mucha incitación. En cuanto se presentaba la oportunidad de robar todos se apiñaban para llenar sus sacas y "quienes tenían dinero en mano corrían huyendo en todas direcciones". El mercado se disolvió en cuestión de segundos y a medida que "los puestos caían el oro era pisoteado y tomado. Los expoliados cambistas huyeron temiendo por sus vidas, y al huir los barcos los recibieron a bordo; y cuando los barcos zarparon devolvieron a la ciudad a muchos de los nuestros que en ellos se encontraban comprando alimentos". Naturalmente, las autoridades bizantinas estaban muy contrariadas. Arrestaron a los francos apresados a bordo de los barcos. Y a pesar de que, evidentemente, estos no formaban parte de las partidas de maleantes, los “apalearon y expoliaron. Y la ciudad saqueó a sus invitados como si fuesen enemigos”.

Este fue un desastre autoinfligido que los cruzados no necesitaban en absoluto. De nuevo le tocó al rey de Francia limar asperezas. "Los hechos fueron puestos en conocimiento el rey", escribió el cronista Odón de Deuil y este, presa de una gran ira, exigió la captura del criminal, quien una vez rendido por el conde de Flandes fue colgado en ese mismo lugar, bien a la vista de la ciudad. Después el rey ordenó apurarse en encontrar los bienes perdidos y perdonar a quienes los entregasen, amenazando a quienes los ocultasen con castigos similares a los sufridos por los flamencos; y para que no se sintiesen atemorizados o intimidados por su presencia, les ordenó devolverlos al obispo de Langres. Por la mañana llamaron a los cambistas que habían huido la jornada anterior y les devolvieron todo aquello que juraron haber perdido.

Este violento incidente fue consecuencia, sin duda, de la pobre disciplina del ejército francés. Sin embargo, y a pesar de todo, los cronistas franceses se apresuraron a culpar a los demás, a los actos de un soldado flamenco o a la “desmesurada reacción” de las autoridades bizantinas frente al asalto a los mercaderes. Tras el incidente, los franceses acusaron de fraude a los cambistas robados y vapulea dos por los cruzados. Al llegar el momento de recibir su compensación, se dijo que “muchos pidieron [bastante] más de lo que debe rían; pero el rey prefirió restaurar los artículos perdidos cediendo sus propiedades antes de turbar la paz en su ejército”.

Steve Tibble es historiador británico, especializado en las Cruzadas y la violencia en la Edad Media. Es investigador honorario en Royal Holloway, Universidad de Londres, y autor de obras como 'The Crusader Armies' (2018), 'The Crusader Strategy' (2020) y 'Templars: The Knights Who Made Britain' (2023). Ha contribuido a volúmenes académicos de referencia, como 'The Oxford Illustrated History of the Crusades' y 'The Cambridge History of the Crusades' (2024). Su trabajo destaca por conjugar el rigor académico con una narrativa accesible, abordando aspectos poco explorados del mundo medieval. 'Cruzados y criminales' nos sumerge en el lado más oscuro, humano y violento de aquel mundo fascinante.

Del mismo modo, el rey Ricardo I de Inglaterra, quien tenía unas ideas muy firmes respecto a la disciplina, se vio obligado a promulgar una muy clara y draconiana lista de castigos para sus hombres durante la Tercera Cruzada. En caso de robo, se decretó que “al ladrón […] se le rapará bien la cabeza y sobre ella se derramará pez hirviendo, y después se le esparcirán las plumas de un cojín para que sepan de su condición”.

placeholder Cubierta de 'Cruzados y criminales'. (Editorial Almuzara)
Cubierta de 'Cruzados y criminales'. (Editorial Almuzara)

Este ejemplo clásico de “emplumamiento” puede parecer casi un chiste, pero es mucho más doloroso de lo que parece. De hecho, y esta es la razón principal de su práctica, causa terribles cicatrices en la cabeza: muchos de los que padecieron este castigo habrían tenido enormes áreas de tejido blando en el que no crecía pelo. En una época donde no existían documentos de identidad ni registros de antecedentes criminales, esta era una advertencia muy clara para todo el mundo.

A menudo la diferencia entre la soldadesca y la gentuza era muy tenue.

Quizá parezca contraintuitivo, pero los cruzados podían ser igual de pendencieros una vez llegados a Tierra Santa. Santa o no, la escasa observancia de la ley durante su marcha a través de Europa y más allá no se alteró al llegar a sus destinos. Hubo constantes reyertas entre soldados, incluso entre hombres nombrados caballeros; resultaba muy difícil mantener la testosterona bajo control con tantos jóvenes agresivos y armados en la región.

A menudo la diferencia entre la soldadesca y la gentuza era muy tenue

Juan de Joinville se vio envuelto en uno de esos incidentes. Más tarde escribió que durante su servicio en el ejército francés destacado en Cesarea, desde 1250 a 1251, hubo un forcejeo entre un grupo de caballeros del rey y unos monjes guerreros de la Orden Hospitalaria. Las causas fueron prosaicas, como suele suceder, pero se caldearon los ánimos. Los caballeros franceses, de caza, se habían internado en las propiedades de la Orden persiguiendo a una gacela. La situación se les fue un poco de las manos y los monjes hubieron de enfrentarse a las exageradas excentricidades de los caballeros: al final “los monjes hospitalarios cerraron contra ellos, los expulsaron y persiguieron”.

Había muchas propiedades de la Orden Hospitalaria en los aledaños de Cesarea, de modo que los monjes pudieron tomar a los cruzados (con cierta razón) por intrusos o furtivos. O, dada la categoría de los monjes guerreros como “profesionales” de los ejércitos cruzados, podían simplemente haber decidido divertirse un poco a costa de los recién llegados, a quienes consideraban unos bulliciosos e irritantes aficionados”.

En cualquier caso, Joinville se quejó al maestre de la Orden Hospitalaria por la reyerta. Sin duda, el maestre tenía asuntos más importantes entre manos de los que preocuparse, pero dijo que “compensaría [a Joinville] según la costumbre de Tierra Santa, la cual se tradujo en obligar a los monjes perpetradores de la ofensa a comer sentados sobre sus capotes hasta que sus víctimas les permitiesen levantarse”.

A nosotros nos cuesta comprender cómo “sentarse sobre un capote” puede ser un duro castigo. Pero se trataba de caballeros, hombres próximos a la cima de la jerarquía social, y para jóvenes de esa categoría resultaba difícil soportar esa humillación. El castigo funcionó: los monjes quedaron como unos tontos, y quizá todos comenzaron a ver el lado cómico del asunto. El incidente concluyó rápido. Joinville y sus hombres se unieron a ellos para cenar y los caballeros hospitalarios fueron perdonados.

El incidente de caza con los mojes hospitalarios concluyó de modo bastante amigable, sobre todo porque sucedió entre hombres de la misma posición y origen social. En circunstancias más des equilibradas las cosas podían llegar a ponerse bastante feas. Como un temprano y mucho menos romántico precursor de Los tres mosqueteros, uno de los sargentos el rey Luis IX, un corpulento gorila al que llamaban Glotón, tuvo un altercado con uno de los caba lleros al servicio de Joinville y, según se dice, "le puso las manos encima".

El rey aconsejó contención (curiosamente mostraba una actitud más relajada frente a la etiqueta que algunos de sus nobles). Le dijo a Joinville que debería pasar por alto el incidente, pues "el sargento solo había empujado al caballero". Además, desde un punto de vista práctico existían buenas razones para olvidar lo antes posible un asunto tan trivial: había una fuerte demanda de soldados experimentados en los Estados cruzados y resultaba difícil encontrar sargentos capaces.

Sin embargo, Joinville se negó a entrar en razón. Era un individuo pretencioso y un rigorista de la jerarquía social, no como su rey. Así, "de acuerdo con las costumbres del país", escribió el puntilloso señor, "el sargento acudió a mis aposentos descalzo, ataviado solo con sus calzas y una camisa y con una espada desnuda en la mano". El hombre estaba obligado a arrodillarse frente a la parte ofendida y "tomar la espada por la punta y ofrecer el pomo al caballero". Y por sorprendente que parezca, debía permitirle al caballero cortarle la mano si tal era su deseo. Tanto Joinville como el caballero rehusaron. El asunto estaba cerrado, se habían observado los buenos modales y se había humillado al sargento. Pero la posibilidad de sufrir una mutilación por un altercado sin importancia era real, o al menos lo era si uno no tenía la fortuna de nacer entre las clases más elevadas.

Las tensiones siempre están a flor de piel cuando se reúnen gran des grupos de hombres armados (sobre todo si pertenecen a diferen tes etnias y culturas). Los ingleses de la Tercera Cruzada, por ejemplo, se sorprendieron por el tratamiento recibido cuando en septiembre de 1190 llegaron a Mesina, en el noreste de Sicilia. Con miles de soldados sin inhibiciones arremolinándose por los alrededores de la ciudad, se dieron casos de asesinatos y otros deli tos, sin duda perpetrados por miembros de ambas comunidades. "Había gente de toda condición —escribió un cronista—, con sus tiendas, pabellones y pendones dispuestos a lo largo del litoral, pues tenían prohibido el acceso a la ciudad. Permanecieron cerca de la costa hasta la llegada de los reyes, pues los vecinos […] nos maltrataban, asesinaban a nuestros peregrinos y arrojaban sus cadáveres a las letrinas. Sus actividades están muy bien registradas". Los agravios no tardaron en multiplicarse.

Muchos de esos agravios estaban relacionados con las mujeres. Los celos sexuales eran una fuente natural de conflicto. Se contemplaba con gran sospecha a los recién llegados, extranjeros endurecidos, y a menudo con buenas razones. Los ingleses se quejaban mucho, pero resulta evidente que incluso en sus propias crónicas a duras penas se pueden librar de la culpa. "Al llegar los dos reyes —escribió un cronista—, los [sicilianos] mantuvieron la paz, pero los “longobardos” peleaban y amenazaban a nuestros peregrinos con la destrucción de sus tiendas y la toma de sus bienes, pues temían por sus esposas, con quienes los peregrinos [ingleses] hablaban". Posteriormente el inglés admitió que solo lo hacían para enfrentarse con sus rivales extranjeros, como acostumbran los seguidores más radicales de su selección cuando juega fuera de casa; charlaban con sus mujeres "para molestar a quienes no habían pensado en hacer nada".

El Confidencial

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