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Vicky Dávila revela su historia en su libro más íntimo sobre el 'costo de decir la verdad'

Vicky Dávila revela su historia en su libro más íntimo sobre el 'costo de decir la verdad'
La destacada periodista vallecaucana Vicky Dávila, quien renunció a la dirección de la revista Semana en noviembre con el deseo de convertirse en la primera mujer presidenta de Colombia, presentará en la Feria del Libro de Bogotá una obra en la que desnuda su vida y revela qué la llevó a trascender de más de 30 años en la prensa a la vida política.
En Vicky Dávila, mi historia y el costo de decir la verdad, habla de su infancia en Tuluá, de la dura relación con su padre, de su experiencia en los medios y de su nueva piel como precandidata. Presentamos un abrebocas del sexto capítulo.

'Vicky Dávila, mi historia y el costo de decir la verdad' Foto:Editorial Planeta

‘Mi papá, amor y tormento’
Estábamos solos en el cuarto de cuidados intensivos en un hospital en Cali, él y yo, mi ídolo, mi demonio, tan fuerte, tan frágil, el principio y el fin de una parte de mí.
Me acerqué a la cama, resignada, pero con la remota esperanza de que siguiera conmigo. Me desesperaba el sonido agudo de los aparatos a los que estaba conectado, una alerta que me decía a las claras que las cosas no iban bien. Una y otra vez tomé sus manos, tan fuertes, tan toscas y bonitas, tan parecidas a él, y sus uñas se veían impecables, como siempre.
Le dije mil veces que lo amaba. Con mis manos calenté las suyas, gélidas, muy blancas. No sé si me escuchaba porque su cuerpo se veía muy quieto, como agua en un estanque, conectado a un respirador. Por eso, solo por eso, tenía la certeza de que aún estaba vivo.
Yo había llegado el día anterior a Cali y, una vez bajé del avión, hice todo lo que pude para llegar lo más rápido posible a verlo. Lo encontré sin camisa, en una camilla, en la unidad de cuidados intensivos, el lugar al que llevan a los pacientes más graves y donde las posibilidades de salir muertos de allí son muy altas, y los pocos que lo hacen son verdaderos sobrevivientes. Es un valle de lágrimas donde se libran una y mil batallas contra el más allá, dependiendo del cubículo donde se encuentre el guerrero.
De tiempo atrás, me había dado tantos sustos con sus problemas pulmonares que este parecía uno más. Hacía casi tres años lo habían operado de cáncer de pulmón y se salvó, pero esta vez un mal de estómago se había complicado y él estaba muy preocupado. “Mija, me tuvieron que limpiar el culo”, fue lo primero que dijo cuando me vio. La expresión de su rostro era muy particular, como si la precaria situación en la que se encontraba lo hubiera marcado y de ahí la tristeza que parecía no tener retorno.

"Si no hubiera sido tan apasionada en la vida, no estaría aquí". Foto:Hernán Puentes / Revista BOCAS

Sin embargo, se repuso y me habló como siempre. Se veía agitado, pero aun así recordó que, otra vez, su anillo estaba en la prendería. Hablaba de aquel anillo barato que le había regalado varios años atrás, costoso en ese momento para mí y por el cual se habría hecho matar antes de perderlo, pero era su sobregiro y sabía que cuántas veces lo empeñara le daría el dinero para recuperarlo. ¡Era como un vicio! Desde que tengo recuerdos de él, tenía la manía de empeñar las cosas de la casa. Sabíamos que estarían ahí hasta que las llevara a la prendería y por eso casi todo lo que teníamos era prestado.
No olvido que solo una vez en mi vida empeñé algo: una cadenita de oro que me regalaron el día que hice la primera comunión, pero nunca logré recuperarla. Por ella me prestaron los dos mil pesos que nos sirvieron a mi mamá, a mis hermanos y a mí para irnos de su lado y huir de la vida tan violenta que llevábamos. En mi memoria están aún frescos esos momentos que nos salvaron y quizás lo salvaron a él. Nunca volvimos a vivir juntos como familia, pero nunca nos fuimos del todo porque, de hecho, yo estaba ahí con él, veintiocho años después de aquel día que, aterrorizada, pero envalentonada a mis doce años de edad, con dolor me deshice de mi preciada cadenita y la envié a la casa de empeño para poder escapar.
En este punto del relato, quiero confesar que la única persona a la que le he tenido pavor en mi vida es a mi papá. La violencia y el maltrato desde chiquitos, a través del sufrimiento de mi mamá, me llenaron de miedo hacia él, pero lo superé, aunque en realidad todos en la casa tuvimos que sobreponernos.

Vicky Dávila , precandidata a la presidencia de Colombia 2026. Foto:Milton Diaz / El Tiempo

Lo dejamos y como cuatro años después, mi mamá rehízo su vida con un muy buen hombre, Carlos Alberto Salazar. Era soltero, sin hijos, pero aun así no le importó que mi mamá tuviera a su cargo tres. Carlos le llenó la vida de felicidad y, de su matrimonio católico, nacieron mis hermanos Mateo y Camila. Mi papá, que por años lo vio como un intruso, terminó respetándolo y hasta terminaron tomando café. Un corazón bonito.
El día que enfrenté a mi papá
Los años pasaron y mantuvimos contacto con mi papá. Él iba a visitarnos con cierta frecuencia, pero, tal vez por orgullo, se negaba a entrar a nuestra casa y prefería los encuentros en un parque no lejos de allí. Pero, como dice el dicho, el que ha sido no deja de ser, y un día mi mamá llegó llorando inconsolable porque mi papá había hecho un escándalo en la peluquería donde trabajaba, delante de sus compañeras y de no pocas clientes. Otra vez, como en los peores tiempos.
Me contó que no le alcanzó a pegar, pero la trató muy mal y hasta la amenazó. Me llené de ira. Por coincidencia, esa misma tarde mi papá fue a visitarnos y lo enfrenté por primera vez y de manera definitiva. Yo tenía dieciocho años y estaba en primer semestre de Periodismo en la Universidad Autónoma de Cali. Él era grande, alto, y yo chiquita, pero aun así me paré de frente, cara a cara, como un gallito fino, lo miré fijamente a los ojos para que nunca se le olvidara y le dije: “Papá, usted es un hijueputa. A mi mamá no la vuelve a maltratar”. Furioso, se me vino encima e hizo el ademán de pegarme, en plena calle, pero me quedé ahí, parada, desafiante. Señalándome con el dedo, dijo: “Le dijiste hijueputa a tu papá”. “Pues le repito, usted es un hijueputa y a mi mamá nunca más la vuelve a tocar porque mi mamá ya tiene quién la defienda: yo”. Me miró sorprendido, se contuvo, dio la vuelta y se fue.

Vicky Dávila , precandidata a la presidencia de Colombia 2026. Foto:Milton Diaz / El Tiempo

Las cosas quedaron ahí y durante ocho meses no volvimos a vernos ni a hablar, hasta que un día me lo encontré por ahí y no tuve problema alguno en abrazarlo, porque pese a todo, no había dejado de amarlo. Lo bueno de esta historia es que mi papá nunca más volvió a maltratar a mi mamá. Sí tuvieron una que otra desavenencia, pero él no volvió a insultarla ni a hacerle un escándalo. Nunca es nunca.
El día que lo enfrenté, sentí que había saltado una gran cerca; entendí que no debía tenerle miedo, que podía defenderme de él, que él no era un todopoderoso capaz de dominarme o dominar a mi mamá, a mis hermanos. Encararlo me sirvió para toda la vida porque por él pude superar el horror más grande. A partir de ese momento, él empezó a respetarme más porque, de cierta manera, recibió una dosis de su propia medicina. No voy a decir que me siento orgullosa por haberle dicho lo que le dije, pero fue como una voz de protesta. Ese día me liberé de mi papá y liberé a mi mamá de mi papá. Y de ahí en adelante asumí, con todas sus letras, el mando familiar en el espacio que él dejó libre.
El episodio que acabo de narrar me curó de espantos. No es que no me dé miedo, porque en mi carrera han ocurrido muchas cosas asustadoras que contaré en otro capítulo, pero he logrado superar esos miedos teniendo como referencia el haber logrado vencer el mayor terror que sentí por alguien y fue por mi papá.
Lo cierto es que él decidió su vida como quiso. Fue terco, llevado de su parecer, equívoco y quizás por eso, desde que llegué a verlo al hospital y durante todo ese día, le rogó y le rogó al médico que lo durmiera, pero el neumólogo, el doctor Augusto me advirtió que hacerlo significaba asumir un riesgo mayor que agravaría su condición de salud por su compleja deficiencia pulmonar. Esa que le quedó después de padecer, primero, una enfermedad pulmonar obstructiva crónica y, luego, cáncer de pulmón por haber sido fumador.
Recuerdo que en esta última ocasión, cuando le hicieron las radioterapias después de la cirugía, una mañana me llamó de urgencia. Llegué al apartamento corriendo donde vivía en Bogotá, frente al Hospital Militar. Lo encontré llorando en el borde de la cama —ya se le habían caído el pelo, las cejas, las pestañas— y me dijo: “Mija, esto es muy duro”. Le habían dado escasos seis meses de vida, pero duró tres años más caminando derechito, comiendo de todo, a pesar de la diabetes, y haciendo lo que le daba la gana. ¡Hasta manejaba el carro que le compramos a su gusto y que para él fue un tesoro! Mi papá nunca tuvo casa propia, no le alcanzaron el tiempo ni la plata y por eso siempre vivió en arriendo. Primero tuve que ayudarle en ese sentido a mi mamá.

"Yo digo: si he hecho todo lo que he hecho sin saber inglés, cómo sería si hablara bien inglés". Foto:Hernán Puentes / Revista BOCAS

Finalmente y después de tanto insistir, y hasta de suplicar, el neumólogo aceptó cumplir la última voluntad de mi papá y me pidió que saliera de cuidados intensivos. Me acerqué a la cama, le di un beso y lo abracé fuerte. Me miró tranquilo, fijamente, un poco cansado. Creo que sabía lo que venía. Él nunca se rendía y esa noche tampoco lo hizo. Crucé la puerta con dolor, pero a la vez admirada de ver a un hombre decidido y valiente, enfrentando su última batalla con dignidad, serenidad y determinación.
El doctor hizo el procedimiento mientras yo esperaba en la sala con Jose, mi esposo. Estaba ansiosa, no paraba de mirar el reloj, hasta que media hora después el doctor vino por mí y me acompañó de regreso al cuarto de mi papá. Lo había dormido e intubado. Cuando entré y lo vi entre las sábanas blancas, ya estaba con el respirador y un esparadrapo blanco, adherido a una parte de la boca, sostenía el tubo que iba hasta los pulmones. Se veía dormido, inmóvil, y su expresión tranquila. Pasé allí algunos minutos. Me acerqué y con cierta impresión y ternura lo acaricié en la frente y en la cabeza, y le hablé como si me escuchara. Le prometí que volvería muy temprano. Al día siguiente, a esa misma hora, todo había terminado.
“Pronuncie bien, gesticule”
Tengo tatuado en el alma el momento en que mi padre murió. Estuve con él todo el tiempo, y mientras dormía recordé tantas cosas, muchas tristes pero también muchas alegres. Siento que siempre estuvo orgulloso de mí, que me veía como su prolongación, como la única posibilidad que tuvo de cumplir sus sueños. Él, que se crio en las calles, que no tuvo una mamá dedicada, que perdió a su papá siendo un niño. Él, que fumó cigarrillo desde chiquito, pero me enseñó que nunca lo hiciera. Él, que se acostumbró a andar de la ceca a la meca. Un día me contó que siendo muy pequeño se colaba en el cine del pueblo, luego regresaba a casa cantando los tangos de las películas y su madre lo molía a palo. Mi mamá siempre me dijo que mi papá tenía la “mano multada”. Montaba a caballo bonito y ordeñaba más de cien vacas todos los días. Él, que nunca tuvo más hijos, solo a nosotros tres, Pacho, Alvarito y yo (...).
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