Víctor Lapuente convierte 'Inmanencia' en un 'thriller' filosófico
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No hay manera más eficaz de atrapar al lector que asfixiarlo desde la primera página.
No es casual que el título provenga del vocabulario filosófico y que las primeras páginas intercalen las definiciones de Ferrater Mora y la Encyclopedia Britannica. El libro es un tratado de ideas disfrazado de novela de acción, pero el disfraz está tan bien cortado que el lector entra en él sin darse cuenta. El autor ensambla escenas de suspense —una huida entre los bosques nórdicos, un allanamiento en una biblioteca clandestina, una persecución de fugitivos en la llamada República de Occidente— con un lirismo que delata lecturas de Dostoyevski y Margaret Atwood. Hay ecos de Orwell y de Houellebecq, pero también una querencia mediterránea por el detalle sensorial, por el olor de los plátanos barceloneses, por el polvo reseco de los Monegros, por la humedad insidiosa de Gotemburgo.
El mérito de Inmanencia consiste en que funciona en varios planos a la vez. Es un retrato generacional, con sus adolescentes aragoneses obsesionados por el Santo Grial y su exilio sentimental a las universidades anglosajonas. Es una novela política, capaz de especular con una democracia extrema que vigila con algoritmos y premios virtuales, una utopía convertida en distopía sin necesidad de caricaturas. Y es, sobre todo, una meditación sobre la memoria: los capítulos alternan voces y épocas con un ritmo cinematográfico que exige atención, pero que nunca pierde al lector, porque Lapuente sabe cerrar cada escena con un detalle visual —un paraguas negro, una escultura metálica, una puerta hexagonal— que queda grabado como un plano secuencia.
Incluso hay momentos en que el libro se permite el lujo de ralentizarse. La prosa se detiene a observar el mar del Norte, los rituales obsesivos del protagonista, los silencios elegantes de una mujer nórdica de fortuna vieja. Ese gusto por el detalle introspectivo hace que el lector crea conocer a Martín, a Anna, a Emma; que comparta sus paranoias, sus dilemas, sus traiciones. No hay héroes épicos, sino seres humanos atravesados por la política y la historia.
Lapuente sabe cerrar cada escena con un detalle visual que queda grabado como plano secuencia
Se nota que Lapuente ha leído filosofía política y ciencia de datos, pero también novela negra y ciencia ficción. La República de Occidente que imagina no es una caricatura futurista, sino una extrapolación verosímil de nuestras democracias hiperconectadas: algoritmos que recompensan el civismo, vigilancia social con rostro amable, censura por consenso. La biblioteca prohibida recuerda a Borges, pero su atmósfera de clandestinidad es la de un thriller contemporáneo; el éxodo de fugitivos remite a
El mayor logro del libro se encuentra en su régimen narrativo. Las transiciones temporales son precisas, los diálogos respiran naturalidad, y el estilo, aunque culto, evita el barroquismo. Lapuente maneja un registro limpio, con frases largas que se deslizan como si estuvieran dictadas, con imágenes potentes —el mar como una “alfombra infinita tomando el sol”, el bosque escandinavo como “jungla planificada por duendes diabólicos”— que fijan el tono sin amaneramientos. Hay ironía, hay humor seco, hay guiños culturales que enriquecen sin pedantería.
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Inmanencia es también una novela española sin complejos. Se atreve a describir el éxodo rural, el aburrimiento adolescente en un pueblo del Alto Aragón, el choque cultural de los expatriados, sin caer en el costumbrismo ni en la nostalgia. Esa mirada local convive con un aliento europeo, globalizado: Oxford, Gotemburgo, Barcelona, Los Ángeles. Y en ese mosaico de escenarios el lector detecta una crítica sutil a las desigualdades contemporáneas, a las promesas incumplidas de la tecnología, a los dogmas que sustituyen a las religiones.
Y se agradece que Lapuente no subestime al lector. La novela no se pliega a las fórmulas del mercado ni busca complacencia: exige atención, invita a reflexionar, juega con capas de significado. Pero lo hace con el ritmo de un page-turner, con capítulos que terminan en suspense, con una intriga que nunca se disuelve en teoría. Esa combinación —ideas densas, trama adictiva— es el mejor elogio que se le puede hacer a un debut literario.
Inmanencia confirma que Lapuente, conocido por sus ensayos sobre ética política, por su ingenio de articulista, ha trasladado a la ficción su obsesión por el poder, por las estructuras sociales, por la moral pública. Pero aquí no hay tesis disfrazadas de novela, sino novela auténtica que ilumina la tesis. Es una obra arriesgada, elegante y necesaria: una distopía mediterránea que dialoga con nuestra época mejor que cualquier editorial de prensa.
No hay manera más eficaz de atrapar al lector que asfixiarlo desde la primera página.
El Confidencial