¿Y si vivimos en un mundo bosquiano?
%3Aformat(jpg)%3Aquality(99)%3Awatermark(f.elconfidencial.com%2Ffile%2Fbae%2Feea%2Ffde%2Fbaeeeafde1b3229287b0c008f7602058.png%2C0%2C275%2C1)%2Ff.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fa80%2F17c%2F969%2Fa8017c969686a233a1e4ccc16b726eaf.jpg&w=1280&q=100)
El Museo del Prado ha propuesto recientemente a la Real Academia Española la inclusión del adjetivo bosquiano, para dar nombre a todo lo relativo a El Bosco y su obra. De hecho, el término se viene usando ya por parte de académicos, prensa y demás usuarios de redes sociales, lo cual es siempre un plus para su admisión. Existen ya otros términos aceptados como velazqueño, goyesco o picassiano. Incluso, si nos vamos un poco más allá de las obras de los grandes pintores, encontramos otros adjetivos como quijotesco, dantesco, maquiavélico o kafkiano. Lo cierto es que, si bien en términos referenciales, todos estos adjetivos funcionan de la misma manera, el mundo que podemos encontrar tras ellos no es ni mucho menos del mismo calibre, puesto que algunos de ellos desbordan lo descriptivo o clasificatorio para pasar a sustantivarse como un modo de entender el mundo, también el nuestro.
¿Qué sería entonces lo bosquiano? Lo bosquiano es lo grotesco, minucioso, perturbador, saturado, morboso, monstruoso y satírico. En las obras de El Bosco, se representa el paradigma cristiano del paraíso creado y corrompido por el pecado a la espera de que Dios vuelva y acabe con todo a golpe de cólera en llamas, presentando las pequeñas ciudades como orgullo, técnica y castigo, a modo de geografía moral. Las criaturitas humanas, entregadas a la carnalidad, el juego y la música, ajetreadas en sus perversiones, inconscientes y alienadas, se encuentran atrapadas en microcosmos fragmentados, arquitecturas imposibles, frutos carnosos, huevos habitables, animales híbridos y bichos diversos. Pero El Bosco no solo representa en sus obras la visión cristiana de la historia como un plan divino y la naturaleza humana corrompida por el pecado atrapada entre el paraíso perdido y el infierno merecido, propio de su tiempo, sino que problematiza con el devenir, el cuerpo, la locura, el deseo, el error, el castigo y el juego, entre la sátira y la revelación, a través del morbo y el vademécum de perversiones que provocan más curiosidad que temor. Ante los trípticos bosquianos, el hipnótico horror vacui nos retiene en un tiempo suspendido mientras la mirada escrolea de figurita en engendrito, como si no hubiera un mañana porque, total, el colapso planetario se revela inevitable. El Bosco es el agorero de la campanita que nos invita a la contemplación de nuestra segura destrucción, cual goce estético de primer orden, como diría Walter Benjamin.
Pero ojo cuidado, no confundir lo bosquiano con lo onírico y surrealista. Si alguna similitud formal hay entre lo bosquiano y el imaginario daliniano, es porque el mismo Dalí pasó horas y horas ante El jardín de las delicias, hasta convencerse de que el mismo Bosco lo había retratado a él, en la silueta de un peñasco, cosa de la que dejó constancia en El gran masturbador, replicando su perfil. El imaginario de El Bosco tiene más que ver con la marginalia medieval, en donde los amanuenses replicaban batallas entre conejos y caracoles, monjes ponedores de huevos, procesiones de perros con mitra y báculo, bestezuelas híbridas, peces voladores o trompetistas que ventean por el culo, ridiculizando los discursos aparentemente incuestionables, ya fueran teológicos, políticos o morales, a través de la burla, el desvío y la deformación. Estos copistas, cual actuales creadores de contenido en plena fiebre de humor roto, anticiparon memes a lo Tralalero Tralalá —un tiburón antropomórfico con zapatillas deportivas— y Bombardiro Crocodilo —un cocodrilo volador que lanza bombas— y toda suerte de shitposting que ronda hoy por las redes, donde el sinsentido forma parte del símbolo y del mensaje, rompiendo con la lógica comunicativa de su tiempo y multiplicando las posibilidades del abanico simbólico hasta la saturación.
El Bosco prefigura, en su obra La extracción de la piedra de la locura, lo que años más tarde Erasmo de Rotterdam denunció en el Elogio de la locura al colocar la insensatez en el centro de la crítica social y moral de su época, señalando el delirio de una sociedad en la que el leguleyo, el médico, el erudito, el noble, el cortesano o el teólogo, permanecían en estadios estancos y sus sesgos de confirmación, encandilados en sí mismos desde la centralidad de su aparente experticia. Daba la sensación, como hoy, de que nadie escuchaba a nadie, generando cámaras de eco, en un contexto de crisis cultural, amenazas externas, corrupción política, conflictos bélicos y degeneración moral. En la tabla de La nave de los locos, que también describe Sebastian Brant en su obra satírica Stultifera Navis, figura alegórica, aunque al parecer no del todo ficticia, según explica Foucault en su Historia de la Locura, demencia y razón son ahora definidas desde el orden de la ciudad. Durante la Edad Media, locura y razón habían sido consideradas como orden y caos cósmicos, dos caras de la misma moneda, moderando así la tiranía de la razón frente al caos. Se entendía que las carencias de la razón quedaban a merced de la sinrazón y que la locura, a su vez, tenía sus razones. Sin embargo, la razón era ahora un reflejo del delirio de las ideologías llevadas hasta el último extremo, lo cual quedaría recogido en la literatura de Boccaccio, Rabelais, Shakespeare o Cervantes.
*Si no ves correctamente el módulo de suscripción, haz clic aquí
Lo bosquiano hoy es el exceso de lo visual grotesco, del escroleo infinito como un estímulo de la inacción. La isla de las tentaciones o el Sálvame Deluxe son el lenguaje dominante del colapso, fiel reflejo del repertorio carnal bosquiano que demanda una constante atención hipnótica y rendida. Nuestra mirada hoy es cínica, de regodeo en la decadencia, respecto de una civilización que se sabe en declive, que abraza los pecados capitales de narcisismo, codicia, sexualización, violencia, consumismo, resentimiento y apatía, que son ya condiciones inevitables de nuestro tiempo, bajo la apariencia de un hermoso carro de heno del aparente bienestar, en donde resistir, al modo de san Antonio, es una actitud heroica.
Pero, si lo bosquiano sirve para acercarnos a nuestro presente, es porque revela que lo perturbador es también algo compartido, que en tiempos en los que se respira decadencia, el goce queda ligado a la culpa y al castigo como forma de interpretar las derivas del mundo. Sin embargo, al nombrarlo, corremos el riesgo de creer que ya lo hemos comprendido, como si el término nos protegiera de sus derivas y justificara nuestra inacción, cuando el peligro del que advierte lo bosquiano es la locura de pensar que lo hemos entendido.
El Confidencial