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Loreta Tovar, la aristocracia de las vampiras: "Me elegían para papeles tan morbosos porque no tenía miedo de nada"

Loreta Tovar, la aristocracia de las vampiras: "Me elegían para papeles tan morbosos porque no tenía miedo de nada"

Una vampira es, en sus justos términos, una contradicción. El conde Drácula, como Nosferatu o Vlad el Empalador, es en esencia un hombre. En el ideario del falócrata, además de aristócrata, decadente que habita un castillo medio en ruinas, las mujeres son sus siervas. Y, sin embargo, tanto a ellas como a él les corresponde encarnar la metáfora de la libertad en su máxima expresión. El suyo es el reino de la individualidad, del lado oscuro de cada uno de nosotros, de nuestra inclinación hacia lo perverso. La posmodernidad libertaria tiene en él o en ella a su modelo y guía de refinamiento extremo. Hipnotiza, pero se deja hipnotizar por el arte como posibilidad de eternidad.

La vampira (mejor que vampiresa) es así toda ella una paradoja: es la que otorga placer al amo y la que, en su inmortalidad sobrevenida, solo reconoce en el placer el único argumento para vivir. Loreta Tovar encarnó el personaje de la noche en La llamada del vampiro, de Javier Elorrieta, en 1972. Fue su debut en el fantaterror con todos los honores. Un año más tarde, en El gran amor del Conde Drácula, también de Elorrieta, fue la víctima inocente (o no tanto) del Chupasangres Paul Naschy. Y en La noche de los brujos (1974), de Amando de Ossorio, pasaría de fotógrafa de aventuras por el África profunda a embrujada de colmillos sangrientos en menos de lo que dura una gloriosa decapitación. La suya.

"Imagino que me elegían para estos papeles tan morbosos porque no tenía miedo de nada. Muchas de mis compañeras no podían ver siquiera las películas en las que ellas mismas salían. No era mi caso. Recuerdo que una tarde me entró sueño en pleno rodaje y me quedé dormida dentro de un ataúd. No soy supersticiosa en absoluto", comenta Loreta, antes Loreto, en ocasiones Dolores, de tanto en tanto Loretta o, llegado en caso, hasta Lolita o Loli o María Dolores, como dice su DNI. "En mi familia se llevaban los nombres largos", explica.

En realidad, el debut en el terror de Loreta llegó casi en la pubertad. Dar el miedo que ella nunca sintió fue lo primero que hizo para el cine esta hija de notable y destacado abogado con un árbol genealógico con frutos de privilegio. Nadie más indicada que ella para la aristocracia de los vampiros. Con apenas 17 años cumplidos, su vecino, que no era otro que Chicho Ibáñez Serrador, se fijó en la jovencísima Loreta para que hiciera un papel, pequeño pero siempre en cámara (es una de las alumnas), en La Residencia (1969), una de las obras capitales del terror patrio. Y ahí se quedó.

"Me educaron las Esclavas de María y tengo que decir que lo hicieron muy bien. Nunca me faltó de nada. Compaginé mi carrera de actriz con la de modelo y nunca dejé de estudiar. Para ser justos, y con gran dolor, tengo que confesar que pude seguir mi vocación de intérprete porque mi padre murió muy joven en un accidente de tráfico. De estar él vivo, no lo habría permitido y nunca hubiera podido dedicarme a lo que me dediqué", dice.

Cuenta que lo que mejor recuerda que aquel rodaje primerizo fue el porte elegante de Lilli Palmer, la cruel y magnética protagonista. "Hablaba con ella y con María Gustafsson (la que luego fuera la azafata más conocida del Un, dos, tres…) porque era de las pocas del equipo que sabía inglés", dice. Recuerda eso y la seriedad combinada con cariño del director. "Chicho era una de esas personas que se hacía respetar solo con su presencia, sin apenas decir nada", comenta. Desde ese instante, y sin interrupción, encadenó película tras película al socaire de una comedia española que necesitaba de jóvenes rubias como del respirar. Objetivo: BI-KI-NI, No desearás la mujer del vecino o Dos chicas de revista son algunos de los títulos del desarrollismo y del rijosismo de la época. Y así hasta llegar al primer cuello que morder.

A la vez que sucedía esto llegó la doble versión, la tapada y la sin tapar; la primera para el casto y reprimido consumo interno, la segunda para la Europa idealizada sin complejos. "Mi madre se llevó un disgusto, pero no era para tanto", comenta. Y sigue: "Para mí, la verdad, apenas supuso nada. Llevaba toda la vida veraneando en Ibiza y allí el toples era lo más normal del mundo. Si ibas con el traje de baño completo te miraban mal. Por lo demás, siempre que hacías una toma subida de tono (aunque nunca erótica ni nada de eso, simplemente desnuda), el respeto era máximo. Además, yo siempre parecía aún más joven de lo que ya era, por lo que notaba que todo el mundo, desde el director a los electricistas, me trataban con un cuidado máximo, como si fuera la niña que parecía. Y una cosa más. No sé si debo decirlo, pero tenía tan poco vello, de lo rubia que soy, que, en según qué partes, me tenían que poner un pequeño postizo. Dolía cuando me lo quitaban. Ya lo he dicho, hala".

Lo que sigue desde La llamada del vampiro es una fulgurante carrera por el fantaterror donde faltan muy pocos de los títulos más recordados. En Una vela para el diablo, de Eugenio Martín, coincidió con su amiga Lone Fleming, con la que volvería a trabajar en El ataque de los muertos sin ojos, de Amado de Ossorio. Acto seguido o, mejor, a la vez, El gran amor del conde Drácula; Las garras de Lorelei (1973), también de Ossorio; Ceremonia sangrienta, de Jorge Grau, y Los ojos siniestros del doctor Orloff, de Jesús Franco. Todas ellas películas estrenadas en 1973. Franco, Jesús, la regañaba porque Loreta prefería comer con sus amigos que quedarse con el equipo. Ossorio solo le exigió una cosa en todo lo que trabajaron juntos que fue en un total de tres películas: "Me preguntó si sabía leer. Obviamente, le dije que sí. Y su respuesta fue: ‘Entonces eres buena actriz. Para actuar lo único necesario es saber leer el papel’. Yo tengo que decir que jamás me presenté a un rodaje sin saberme perfectamente mi parte".

Y un recuerdo más que vuelve sobre Amando de Ossorio. "Durante el rodaje de La noche de los brujos, a uno de los figurantes se le fue un poco la mano. Me puse, lógicamente, como una fiera y le di un bofetón. Rápidamente, se me acercó Amando y me dijo: ‘Loreta, por favor, que son los únicos negros que tenemos y si se ofenden se pueden ir’. Resulta que la tribu de la película estaba formada por un grupo de estudiantes negros de medicina en Madrid que hacían la película para ganar algo de dinero", dice y se ríe.

Luego llegarían hasta cerca de medio centenar de películas. Y entre ellas, una de las más adorables rarezas que, aunque no sea terror, por momentos da miedo: Tarzán y el tesoro de Kawana, de José Truchado. "En verdad, era una película para niños. Mi papel era el de una exploradora. Nos lo pasamos genial en África. Como decía, a mí nada me daba miedo y no dudaba en bañarme fuera donde fuera sin temor a ningún tipo de bicho. Lo más sonado de esa película es que trabajaba con nosotros un mono, no una mona. A mí me encantan los animales y le trataba muy bien. El caso es que, por lo que fuera, cada vez que me veía se ponía como loco de contento. Tanto era así que no había forma de rodar y había que hacer de todo para tranquilizarle", recuerda ella y, a buen seguro y caso de que viva, recuerda el mono.

Si se le pregunta a Loreta por un papel que le marcó especialmente, se va al teatro y de él, de esa otra carrera alejada de los sets de rodaje y de las pasarelas de moda, recupera Encantada de conocerle, de Óscar Viale, su mayor éxito; y ¿Por qué corres Ulises?, de Antonio Gala; y El enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen; y, por supuesto, cada una de sus adorables vampiras. "Lo único es que con las prótesis dentales y los colmillos que te ponían costaba vocalizar. Pero no me puedo quejar. Siempre he disfrutado mucho", dice. Y ahí lo deja.

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