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El silencio de los libros ante la orgía publicitaria editorial

El silencio de los libros ante la orgía publicitaria editorial

El otoño no amanece exactamente; más bien, tiene el atractivo de un dulce contratiempo, como un ser que lucha por resurgir, apreciando su propio esfuerzo, el desgaste y el peso sobre sus articulaciones, evaluando las pérdidas y deudas contraídas durante el verano. Hoy en día, sin embargo, conserva poco del prestigio que asociamos con su luz oblicua, ese tono reservado de una estación que antaño atraía a un espíritu discreto de su compulsiva entrega a la contemplación. «El otoño es un sepulturero aficionado que sueña con cementerios cálidos y cava tumbas para pasar el tiempo. Deambula melancólico por los muros del cementerio, absorto en su juego silencioso; y, al caer la tarde, ya ha cavado tumbas para todos nosotros», escribió Francisco Umbral. Últimamente, y con creciente angustia, nos ha llegado, saturado de la jerga de la escoria publicitaria, ese tono exultante de un resurgimiento enérgico, prometiendo revelaciones que no superan las palabras clericales, los rosarios, esas perlas que parlotean en los bolsillos de cualquier vendedor de jarabe milagroso. Para quienes prestan atención a los ciclos de nuestra vida editorial, la vuelta al cole intenta sacudirse esa somnolencia que se apodera del verano, degradando la tentación a la vaguedad cuando no exigimos una agudeza especial en nuestros juicios, y nos advierte sobre toda esta maquinaria engañosa que nos rodea. No tenemos temporada, sino un soplo continuo de anuncios, portadas, sinopsis y promesas, y desde el principio la vuelta al cole se presenta no como un calendario de estrenos, sino como un territorio donde el lenguaje se fragmenta y se multiplica sin reglas, donde cada cartel, cada teaser parecen entrecruzarse con los demás, intentando producir un efecto hipnótico, hasta el punto en que la noticia deja de ser sobre libros y se convierte, ella misma, en un libro que se disuelve en capas de publicidad.

Galardonada con los premios literarios más prestigiosos, Ana Margarida de Carvalho regresa a la novela con 'La lluvia que arroja la arena del Sahara', un libro brillantemente original, repleto de personajes únicos que merecen un lugar destacado en el panteón de la gran literatura. En el exceso pomposo característico de este mercado de novedades, en un anuncio como este, cada término conlleva una desesperación, un desconcierto de tal magnitud que expone la erosión del pacto entre un escritor y sus lectores. En definitiva, este estribillo, destinado a vender inquietudes, ha llegado a su fase más estéril. Oímos estos aplausos de multitudes invisibles, estas distinciones que desafían todo lo que sabemos sobre el vaciamiento del pacto literario, y ya sea con este título o con cualquier otro —A Montanha, de José Luís Peixoto, Tudo Sobre Deus, de José Eduardo Agualusa, O Último Avô, de Afonso Reis Cabral, O Desfufador, de Valério Romão, o cualquier otra de nuestras habituales obras exageradas— siempre emerge este producto perfeccionado por técnicas de laboratorio, una narrativa que quema el aire, personajes que rondan pasillos y catacumbas de la imaginación, y proclaman su derecho a espacios de veneración, como dioses menores exiliados entre hojas de papel. Cada uno de ellos reconocido con premios impropio del mundo de los vivos, todos meteóricos, y llegando con innumerables voces, seres que revuelven, que parecen surgir del texto, constelaciones, escandalizando la jerarquía de las letras. Traen tanta inestabilidad a nuestra geografía, siempre atacando como rebeldes inmensamente exuberantes, en un gran alboroto, poniendo todo patas arriba. Pero una vez que superamos esas frases punzantes que ostentan en sus cinturones y capas, todo ese vómito exclamativo, terminamos filtrándonos en la misma paja llena de la trampa de las metáforas.

Hace unos días, un nuevo estudio reveló que la mitad de los adultos portugueses de entre 25 y 64 años tienen dificultades para interpretar textos y solo pueden captar información muy breve y sencilla (informe Panorama de la Educación 2025, publicado por la OCDE). Por lo tanto, cabría esperar que la literatura se liberara de las exigencias del mercado, abrazando el atractivo soberano de su vocación: «componer música en un mundo de sordos», como decía el mexicano Carlos Díaz Dufoo (Filho). Pero en lugar de teatros de ópera en los lechos de los ríos, con cada año que pasa, esos jardines que se ramificaban obsesivamente y donde la mente disfrutaba de entretenerse, las librerías, interrumpen cada vez menos el flujo general y las agotadoras urgencias de este mundo, ofreciéndonos solo la posibilidad de asomarnos a las novedades fútiles y efímeras, esos títulos que se esfuerzan desesperadamente por impresionar, humillándose al adoptar la pose de genio, recayendo irrevocablemente en las imposturas de la mediocridad. Así, la oportunidad que se nos ofrece hoy es admirar las ruinas de estos antiguos dioses, que aparecen allí mezcladas con la basura, cansados ​​de esta trama, y, al mismo tiempo que cedemos a la burla, ante la inflamación de las mismas ideas preconcebidas, de esta charla pomposa, terminamos reconociendo cómo el libro funciona como una reliquia repugnante, investida de una supuesta fuerza sacramental, pero traficada sobre todo por quienes gustan de exhibir como recuerdos místicos los fragmentos y huesos de una civilización amenazada.

El libro se ha convertido en una especie de rehén, algo que ya no tiene agencia propia, ocupado y sumergido por el destino de la mercancía, incapaz de conmover los ánimos ni ofrecer resistencia. En este movimiento de estetización del mundo, el texto se desintegra, facilitando su transformación en imágenes, su organización semiológica. Como nos advirtió Baudrillard, «lo que presenciamos, más allá del materialismo mercantil, es una semiurgia de todas las cosas a través de la publicidad, los medios de comunicación y las imágenes. Incluso lo más marginal y banal, incluso lo más obsceno, se estetiza, se culturaliza, se museifica».

Hasta hace unas décadas, aún se podía leer la promesa de contenido, el peso de nombres renombrados, la estela del prestigio académico o crítico, pero muy pronto el lector se daba cuenta de que nada alcanzaba la más mínima profundidad, todas esas indicaciones no conducían a ninguna parte. Entre los anuncios y esas preocupaciones que llenan poco más que un instante en esta intriga circular, la sensación de que todo es una repetición se hace más fuerte, todo nos nausea y nos atrapa aún más en una premonición de inercia absoluta. Y así, con toda esta sobrecarga de los mismos signos, las mismas frases que ya no sacuden ni conmueven ni el más mínimo espíritu con la magia de lo inútil, se refuerza la conciencia de esta inmovilidad, esta imposibilidad de mantener un hilo narrativo coherente. Al entrar en una librería, el lector se siente atrapado en un perpetuo déjà vu; las islas y los pasillos, los estantes, parecen absorbidos por estas sinopsis que se pliegan sobre sí mismas, ecos deslumbrantes, promesas que extienden un desierto de significados. Si a la memoria se le ha permitido un elemento de extravagancia y audacia mediante esta tecnología de mapeo íntimo, si Steiner insistió en que los libros son nuestra clave para llegar a ser más de lo que somos, buscando ese texto que se convertirá en fe y que dará propósito y criterio a nuestra existencia, y todo esto puede estar esperándonos en un puesto de libros de segunda mano, en libros desgastados, en venta, lo cierto es que tenemos la sensación de que el libro solo perdura en esta condición absolutamente inesperada, en un encuentro accidental o casi accidental, como ese objeto desprovisto de cualquier atractivo comercial, ese destrozo polvoriento y olvidado con el que tropezamos y que de repente nos secuestra. Además, cada promesa, cada estrategia de ventas, resulta cada vez más en una forma de reducirnos a un frenesí de expectativas frustradas, a la búsqueda de espejismos. De alguna manera, el libro debería sentirse repelido por este efecto lacerante de la mercantilización del mundo, que, se dice, se ha convertido en la gran tarea de Occidente. En este sentido, el libro conserva su poder como objeto insignificante, casi siempre digno solo de ser arrancado de su lugar de descanso por alguien que pasa ociosamente, reacio a escapar del aburrimiento, pero abierto al don de lo inesperado, a la improbabilidad de que una página al azar pudiera, en su simplicidad, ofrecer algo de ese fermento de divinidad: «un poco de dolor y un poco de gracia», como resume Carlos Díaz Dufoo (Filho) en una de las páginas de esa especie de cuaderno donde se recogen sus Aforismos (ed. Cutelo, traducido por Rui Manuel Amaral). Y allí descubrimos un atisbo decisivo de un personaje mítico que, en su evolución hasta la actualidad, representa bien la condición del lector contemporáneo: «Sísifo fue, en los tiempos de grandeza, un gran personaje. Su trabajo inútil ennobleció el castigo. Su vida fue absoluta porque era personal. Fue un rebelde sin importancia social». En él, la inutilidad asumió el significado de una actitud —infinitud momentánea— y una razón humana de ser. Hoy en día, Sísifo es un concepto apreciado por el lector desinteresado de la economía política, el de la actividad penosa. Sísifo ya no tiene el orgullo del réprobo. El paso de los años —la razón de su inercia— ha purificado su pecado. Por un impulso ajeno a él, continúa trabajando inútilmente, sin propósito ni castigo. En el futuro, trabajará sin condena.

Jornal Sol

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