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Luis Pacheco. La lucha contra el ambiente literario

Luis Pacheco. La lucha contra el ambiente literario

Tenemos tendencia a olvidar la urgencia a la que la literatura, cuando nos resulta útil, viene a responder. En ciertos momentos de nuestra vida, más que la búsqueda de consuelo de cualquier tipo, surge en nosotros un hambre de realidad. Pero si el arte se ha dejado dominar por el éxtasis de las formas, la realidad ha persistido como tabú entre nosotros. Y en este país miserable donde se habla tan poco, donde, sobre todo, se tiene miedo de la propia voz, la peor insolencia es quizás la de quien saca de lo más profundo de sí una motivación, un deseo de investigar el mundo, y vive convulso, enfurecido por lo que otros aceptan como normal, sin cuestionarlo. Hoy en día, si mencionamos el nombre de Luiz Pacheco, los anfitriones siguen divididos, con algunos mostrando un cortés desdén en sus expresiones, mientras otros muestran una sonrisa un tanto canalla, como prueba de complicidad burlona. Pero lo cierto es que el fantasma no estaba en absoluto desinfectado, desparasitado, bañado en sales: su olor todavía nos descompone. Y no faltan objetivos por ahí, vivos (aunque pocos) y resentidos, lo que explica cierta frialdad, el silencio militante.

En el caso de Luiz Pacheco, sería útil establecer un paralelo decisivo con una figura contemporánea, la del escritor polaco Witold Gombrowicz. Este hombre, habiendo aplicado igualmente, y con igual furia, el principio de que lo que importa en la literatura es hacer la guerra, estableció una única prohibición en la manera de abordar su obra: «Sabed que os prohíbo hablar de mí de una manera aburrida, normal, común. Lo prohíbo vehementemente. […] castigo cruelmente a quienes se permiten el lujo de hablar de mí de forma aburrida y sensata: muero en sus bocas y sus bocas quedan con mi cadáver en sus bocas.»

El mismo principio o exigencia hacía Pacheco, que veía cómo, a veces, por conveniencia, cuando a mucha gente le empezaba a hacer gracia, le empezaban a imponer una caricatura, engulléndolo en el reparto, como un elemento de ostentación, que da color al slapstick de las letras. Él nunca quiso mezclarse, formar parte del lote, sino que siempre luchó contra la opción libresca y mohosa, burlándose de las jerarquías, de las formas de presunción y siempre burlándose de nuestros santos monaguillos. «Cuando veo lo bien educados y coordinados que son nuestros artistas y escritores, meros empleados, usureros de algún ápice de talento que les dio la naturaleza, siempre pienso en los grandes ejemplos de personas irregulares, antisociales o asociales, que fueron los grandes.» Frente a una literatura impregnada hasta los huesos de abstracción, quise devolverla a la realidad tangible, y esto fue más una cuestión de instinto que de meditación cerebral, conociendo el reino inmundo de la insuficiencia, en lugar de vivir para proyecciones idealistas, y no querer tener nada que ver con lo absoluto, sino sólo con la razón que nos permite disfrutar de esta plenitud de los días, ser libres, desapegados, contar con nosotros mismos, dejar que las pequeñas cosas ocupen su lugar en la experiencia y en la relación con nosotros mismos y con los demás. Leí frescos, ásperos, desnaturalizados, los mismos textos que le dieron fama, 'Comunidad', 'El libertino pasea por Braga, el idólatra, su esplendor', 'El Teodolito', entre otros, pero otros tantos, agudizados por la ocasión, para instrucción general. Y si la literatura exige que el hombre no se cuide demasiado, él reconoció que ésta es una tierra todavía despoblada, y que los sujetos necesitan tomar responsabilidades, no renunciando a sus circunstancias, ni dejándose intimidar, sino cultivando esos perfiles extravagantes, dramáticos. Nunca se resignó, prefiriendo ser visto pisando las zonas de humillación, deleitarse en las situaciones más indecentes y hasta sórdidas, a estar de acuerdo con la religión del conformismo.

Como señala Gombrowicz, el arte nos ofrece una perspectiva del mundo como un cementerio: «De mil personas que no han logrado ‘existir’, permaneciendo en la zona de dolorosa insuficiencia, solo una o dos son verdaderamente capaces de ‘existir’. Por lo tanto, esta inmundicia, estos venenos de ambiciones insatisfechas, esta lucha en el vacío y esta catástrofe tienen poco que ver con la emigración y mucho con el arte, ya que constituyen una característica de todo café literario y, de hecho, es indiferente en qué lugar del mundo los escritores luchan por serlo».

Contentándose con las migajas Pacheco creía que la principal obligación del escritor es liberarnos de las convenciones y tramas que impiden expresarse el lado sensual de la vida, para construir una relación a otra escala, más profunda con la existencia, marcada por la audacia y hasta la crueldad, permitiendo la digresión y expansión de ese régimen de irresponsabilidad, sin el cual toda creación se vuelve adormecedora, se vuelve servil, se degrada. Según su pacto, el lector debía soportar su locura a cambio de esa chispa de rebeldía que libera la realidad misma. El lector acabó aceptando cierta despreocupación, a veces brutal, juicios excesivos, una mueca irreflexiva, un arrebato un tanto patético, una malicia, un capricho, admitiendo ese margen que se abre en la convivencia para que un tipo se exprese de forma licenciosa, abierta, sin sentirse constantemente vigilado y cuestionado, sino pudiendo sacar inspiración de todo: fermento, desorden, impureza y azar.

En este aspecto, Pacheco nos hace ver que hay una comprensión más profunda que sólo surge si admitimos la inestabilidad de los estados de ánimo, una perspectiva dinámica del mundo, de los fenómenos o de los hombres. «La humanidad fue creada de tal manera que debe definirse constantemente y escapar constantemente de sus definiciones. […] La forma no es compatible con la esencia de la vida» (Gombrowicz). Precisamente por eso su literatura no se define por las formas clásicas, sino por la variación y la fragmentación, el fracaso. No dejó precisamente una obra que pudiera ser favorecida según ningún canon, no hay novelas allí, ni hay cuentos, no tenemos obras de teatro, ni poemas. No había aquí historias policiacas, ni de ciencia ficción, sino cartas, artículos, crónicas, diarios, no sólo los disparates, y las palizas a éste y a aquél, sino un discurso que pasa a relatar las mezquinas hazañas de un hombre para salir airoso, y los desengaños, las ilusiones, las tretas y las destrezas, esos casos humorísticos que conforman nuestra mitología no oficial y hasta ilegal. En el fondo, él y su escritura son una misma cosa, es un impulso, una manera de convertirse en embrión de vitalidad y desarrollo, de no dejarse aplastar ni destrozar, sino de conseguir salir adelante.

Había allí una inquietud que sabía contentarse con migajas, provocar risa, emoción, alegría, y todo eso resuena dentro de nosotros, aunque muchas veces lo material no sea más que mezquino. Su propósito más claro y asumido era darnos un impulso para “liberarnos de la estupidez congénita (¿o adquirida a la fuerza? Por prudencia) tan portuguesa”, y para ello siempre estuvo exponiendo el triunfo del diletantismo, las intrigas de nuestra gente astuta, todo lo que conlleva planes y pactos, las formas en que se enredan en complicidades más o menos disimuladas para beneficiarse, permitiendo que la literatura se represente por obras, pequeños libros que son indistinguibles de las mercancías en general.

Él tenía esa noción muy clara: hay que golpear. Es necesario arrancarlos de la realidad a la que se han acostumbrado, de esas formas de traicionar en sí mismos cualquier rasgo que busque lo ilimitado en nombre de llevar una vida cómoda y tranquila. Su lucidez nace de esa tentación de salir de su zona de confort, de recuperar el asombro, de volver a ver todo, por primera vez.

Cazador de imposturas La vida siempre le puso limitaciones, tuvo asma bronquial, desarrolló enfisema pulmonar, se arrastró con hernias inguinales sin operar y su hipersensibilidad al alcohol hizo que unas cuantas copas le bastaran para volverse loco, hacer estupideces y en al menos una situación intentó tirarse por una ventana. No vivió una vida bohemia verdaderamente legendaria, pero se ganó una reputación de alcohólico empedernido y pasó por períodos de hospitalización y desintoxicación. A esto se suman las tres estancias en Limoeiro, por exhibicionismo, secuestro, violación, esto y lo otro, muchas cosas por él mismo admitidas, mal explicadas, y estaban también las estancias en la cárcel de Caldas da Rainha, y las ocasionales noches pasadas en comisarías. Inmune a la moral más cruda y común, tenía su propio código de valores, una cierta afición por principios de otro orden. Y podía ser un tremendo sinvergüenza, él mismo lo reconocía, pero nunca dejó de hacerlo según una lógica, una coherencia y una ética que había que percibir caso por caso. Por otra parte, se vio a menudo saboteado después de empezar a criticar en artículos de periódico y en folletos u panfletos a algunas de nuestras figuras literarias en un terreno en el que distinguía entre la literatura de consumo, la de los pistoleros, y la "literatura de casino", aquella en la que tantos se ven envueltos en una competición para acumular premios, distinciones, para entrar en todos los índices, las selecciones, para integrar todas las delegaciones a los eventos y festivales del extranjero. Y se dio cuenta cómo manchar ese prestigio, esa trama de legitimidad a base de estafas, de intercambios de favores, de trucos, señalando la escoria de todo eso, acumulando un prontuario contra esas eminencias, todo eso sale caro. Al fin y al cabo, estaba siempre haciendo peritajes, indagando, reuniendo pruebas, alimentando el proceso con el que pretendía dejar muy claro que “nuestra vida intelectual es un continuo engaño, una complicada red de trampas, fantasmas y locos”. Y aunque pocos le dan crédito por ello, lo cierto es que su tesis triunfó, incluso entre quienes hacen todo lo posible por ascender en la jerarquía; Hoy en día, incluso los que están establecidos admiten su desprecio, incluso su repugnancia, por el mundo literario. Si Pacheco podía reivindicar un título con el mayor orgullo era el de haber interrumpido esa especie de misa nacional con un sarcasmo, si no satánico, sí “sacrificioso”. Después de él, ninguno de estos candidatos a gran "escritor nacional" se sintió cómodo haciendo campaña nuevamente.

Fue ciertamente el más incansable cazador de imposturas culturales, un desmitificador, un iconoclasta, y si en su tono audaz, burlesco, tragicómico hay a menudo una amargura indecible, no dejaría de estar de acuerdo con el escritor polaco cuando nos dice que la disciplina de la historia de la literatura ciertamente merece alguna atención, pero que no debemos limitarnos a la historia de la buena literatura, a las excepciones, a las grandes figuras, cuando el mal arte puede ser más representativo de la nación, y aún más esclarecedor respecto de la grafomanía que nos caracteriza: toda esa acumulación demasiado automática de textos, de libros, y las nauseabundas pretensiones detrás de la pretensión de grandeza de las obras completas. Fue a través de su inconmensurable entusiasmo por la literatura que Pacheco reconoció que el placer de la admiración implica, por otra parte, una “violencia al repeler y burlarse de lo que no se admira”. «El impulso de unirse equivale al horror de la repulsión, ambos son productos (posiblemente condenables) de un temperamento humoral y con el corazón en la boca (lo que trae consigo desagrado que ni siquiera conocen...) de un tipo que no quiere renunciar a su capacidad de afirmación, arroja en ella lo máximo de lo que es capaz.»

Pacheco reivindica la función satírica de esta composición que ridiculiza los vicios o defectos de una época, y que responde con su ironía corrosiva a «un cierto cansancio de la vida y de los hombres, pero sin amargura, todavía esperanzado, humanizándose a través de sus propios males a los ojos de los demás y aún derivando de ello algún sabor, alguna alegría de estar aquí».

Todos estamos agotados de un arte forjado por la burocracia, y de este sistema que empuja a los escritores a una zona gris y les roba la capacidad de desarrollar los aspectos que los hacen diferentes, únicos, y la ira con la que los invierten. Por ello, Pacheco quiso inmediatamente apostar por representar la vida a través de un lenguaje vulgar, “ese que se escucha en estas calles, y por tanto el único válido, actual, práctico y lógico dadas las circunstancias”. En sus páginas, golpeadas y revisadas una y otra vez, la misma mancha de texto, incluso para una persona analfabeta, deja la impresión de que los personajes están allí en agitación, en un estado de conmoción. Hasta la letra de molde está tocada por la irregularidad, por la abundancia y variedad en el uso de la puntuación, sugiriendo la impresión de caligrafía, de garabatos, y se perciben las dificultades respiratorias, el aire comprimido, las razones minuciosas, la manera de sopesar la frase, todo eso despierta en nosotros un hambre de franqueza, de inmediatez. Además, para un tipo que saltó a la fama y luego se convirtió en leyenda como bromista descarado, lo que terminó reconociendo fue que su arte provenía de su respiración, del hecho de que había lidiado con asma desde muy pequeño, y tenía que cargar bombas, y luego un tanque de oxígeno. Todo esto dejó su huella en su prosa, que se nutre del vigor de la insistencia, de un trazo nervioso, de intenciones superpuestas, superpuestas. A diferencia de ese lenguaje elaborado que pide ser recitado, su prosa roza las referencias culturales, no dejándose confundir con ese régimen que nos amaneriza y que transmite sobre todo un estado de inhibición. La frase contundente debe sonar entre dientes apretados, con inclinación a bromear, dejando escapar la risa, oscureciendo la lengua, haciendo caer los dientes, rasgando las arrugas de una sonrisa perversa en el rostro. Aquí cada palabra ha encontrado su lugar, representando esa fuerza interior de la escritura que ofrece soporte al pensamiento y nos libera de mil y un cálculos temerosos. En cada verso, se burla de esa solemnidad en torno a la cual se organizan esas reuniones y asambleas frustrantes, con su respeto artificial y su falsa simpatía, y que tan bien representan el recíproco aburrimiento entre el escritor y su público, satisfechos ambos, el primero por tener un escenario, el segundo por consumir productos que le muestran cómo expresar su autoestima, armándose de un repertorio de frases hechas, falsas, pretenciosas y débiles.

Pacheco sigue provocándonos, atrayéndonos a su universo poco frecuentado, con ese ritmo desordenado, toda esa brillantez con que se sumerge en el gigantesco silencio donde se forma nuestra realidad sorda, inconfesada y amordazada. Y para cerrar este texto, resaltando un rasgo decisivo de su personalidad como escritor, utilicemos unos versos del poeta costarricense José María Zonta: “Ahora entiendo cómo la obediencia/ a los demonios interiores/ es también una disciplina”.

Jornal Sol

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